En 1951 un niño australiano de 14 años llamado James Harrison se despertó tras una operación de tórax de importancia. Los médicos le habían extirpado uno de sus pulmones en un procedimiento de varias horas que lo mantendría hospitalizado durante tres meses.
Harrison estaba vivo, en parte, gracias a una gran cantidad de sangre transfundida, según le explicó su padre. “Dijo que había recibido 13 unidades de sangre y que me habían podido salvar la vida gracias a la donación de personas desconocidas”, recordó Harrison a CNN décadas después.
En ese momento, las leyes de Australia exigían que los donantes de sangre tuvieran, al menos, 18 años. Pasarían cuatro años antes de que Harrison fuera elegible, pero juró entonces que él también se convertiría en donante de sangre cuando fuera lo suficientemente mayor.
Después de cumplir 18 años, Harrison cumplió su palabra y donó sangre regularmente mediante el Servicio de Sangre de la Cruz Roja Australiana. No le gustaban las agujas, por lo que desviaba la mirada e intentaba ignorar el dolor cada vez que le insertaban una en el brazo.