“Ahí está. Él es el jugador del barrio”, dice una señora que camina por una callecita de barrio Remedios de Escalada, cuando se está haciendo de noche en el norte profundo de la ciudad.
El que camina como en casa, en su hábitat, es Javier Correa (nació el 23 de octubre de 1992; 25 años), el goleador de Colón de Santa Fe. Que acá, en este lugar del mundo, no es Javier Correa el goleador de Colón de Santa Fe. Es simplemente “Kity”, el apodo con el que lo conocen los vecinos y los amigos de toda la vida.
Javier saluda a la señora y se ríe. Sabe que esto de ser jugador se termina en algún momento. Y no falta tanto. Los que lo vieron crecer en esta misma callecita son los que estuvieron siempre. Ahora, en la cresta de la ola y cuando la rompe en la Superliga. Y antes, en la mala, cuando en Instituto no se le dio y se tuvo que ir a préstamo a Juniors, en el Argentino B.
“¡Mirá si voy a pensar en Talleres! No lo grité al gol porque mi papá es hincha de Racing de Avellaneda. Le he conseguido varias camisetas de rivales… Es fanático. Cuando jugaba en Godoy Cruz le hice un gol a Racing y casi me mata. Ni sabía lo de Talleres. Yo quería ayudar a mi equipo, que nos jugábamos clasificar a la Copa Sudamericana. Después caí y mis amigos de Talleres me agradecieron, ja. Son cosas del fútbol, folklore nomás”, cuenta Javier.
Está sentado en la mesa de la casa de sus viejos, su refugio. En Remedios Escalada la vida sigue y sus viejos trabajan. Mamá Sonia es costurera y vende elementos de limpieza. Papá Marcelo es plomero. “La gente cree que Javier es millonario y nada que ver. La vida de ellos no es fácil y ganan plata los jugadores muy famosos. Nosotros seguimos trabajando. Ya habrás visto…”, resume su mamá.
La familia Correa es futbolera de ley. Su papá jugaba en Instituto, hasta que se quebró los tobillos a los 20 y nada fue lo mismo. Hubo que laburar. “Desde chico pintaba pero yo no me daba cuenta. Íbamos a jugar al barrio y los compañeros me decían que pateaba fuerte. ¡Y tenía cuatro años! Recién a los nueve lo fui a ver jugar a Unión y sí, era bueno”, dice Marcelo.
Venir desde muy abajo
En la historia de Javier la pelota siempre estuvo presente. Arrancó jugando en un potrero de una guardería, frente a su casa. Y fue esa misma pelota la que lo llevó a conocer un mundo imposible para los que nacen allí. “De nene me lo venían a buscar para ir a campeonatos barriales y me lo traían a la noche”, recuerda su mamá.
Así, a los 9 años entró en Unión Florida, donde estuvo hasta los 13. Pasó a Instituto gracias a su tío “Pera” (hoy utilero de la Gloria) que lo acercó a La Agustina. “Me acuerdo que arreglaron que Unión Florida se quedaba con el 25% de una futura venta. Pero después, como quedé libre de Instituto no hubo una moneda. Cuando mi representante me compró el pase yo pedí que respetara ese 25% de Unión, así que algo pudo cobrar el club”, recuerda “Javi”.
Ese “algo” significó poner en condiciones dos canchas en Unión Florida. “Algo” muy importante. Por eso Correa regresa de vez en cuando a este humilde club de Liga Cordobesa. Para que los chicos vean que es posible.
“Me gusta ir a Unión Florida y hablar con los pibes, que sepan que uno es como cualquiera de ellos. Nada más que le metí, me cuidé y traté de progresar. Sabemos ir siempre con Ramón (Ábila) a dar una vuelta. Que los chicos vean que es posible”, dice Javier.
“Mis amigos me preguntan por qué llegué yo y les digo que porque dormía mientras ellos salían. Mi vieja los sacaba cagando cuando me venían a buscar”, se ríe.
Ahí, en Remedios de Escalada, a la vida hay que salir a batallarla cada día. No es fácil. Pero hay códigos en un barrio donde ser de Instituto pisa fuerte. “Acá la mayoría son de Instituto. A mí, a los dos o tres años ya me empezaron a llevar a la cancha. Íbamos en camiones. Soy fanático, mirá (muestras una gorra con el escudo de Instituto). Tengo una espina grande con Instituto. Mis amigos en el barrio me preguntan cuándo voy a volver. Primero tengo que ganar plata. Cuando esté acomodado, vuelvo. Pero no voy a volver a chorear. Voy a estar bien, te lo aseguro”, dice.
“Javi” habla de Instituto y se nota que hay algo incompleto en esta historia. Porque era la joyita de inferiores. El que hacía goles todos los fines de semana. Pero al llegar a primera no fue tan fácil.
“Yo creía que era el mejor de todos. Que todo iba a ser fácil. Contestaba mal, creía que me las sabía a todas. Pero después las cosas no se dieron y me fui a préstamo a Juniors. Ahí me tenía que lavar la camiseta y no pagaban nunca. Fue un golpe grande y entendí muchas cosas”. Ese fue el clic.
Quedó libre y su representante le consiguió club: Ferro. “Esa era la última soga. Tenía 20 años. Por suerte la agarré”, se sincera.
Luego, pasaría por Olimpia (Paraguay), Rosario Central y su explosión: Godoy Cruz y Colón.
Hoy, la vida cambió. Su familia con su mujer Nair le trajo dos hijos (Bautista y Lorenzo) que también aportaron calma y equilibrio. Y está en su mejor momento. “Me gustaría jugar en un grande. Un Boca, un River… Yo sé que va a llegar. Tengo que seguir haciendo goles y se va a dar”.
Correa tiene barrio, calle y amigos. Que están haciendo el asado para recibirlo tras su gran torneo. “El fútbol es un cuento de hadas y cuando termina, los amigos del campeón se van. Yo tengo mi gente, la que estuvo siempre. La real. La que podés ver ahora, acá”.
Correa: un goleador sin techo
Javier llegó a debutar en Instituto, donde jugó 11 partidos y no marcó goles entre 2009/11. Tras pasar por Juniors, Ferro (le fue bien, 9 goles en 34 partidos) y Olimpia (Paraguay), descolló en Godoy Cruz, entre 2015/2017. En Colón entró con el pie derecho. Y va por más.
“Yo no me esperaba hacer esta carrera que estoy haciendo. me parecía imposible. Ahora quiero ir por mucho más”.
FUENTE: Hernan Laurino. Redactor en Mundo D.