Lo poco que se sabía de sus últimos años no estaba a la altura de su leyenda: primero trabajó en una parrilla, luego en una fábrica de artesanía de yesos, pero como le fue mal probó con la siembra de frutillas y al final puso un local de quiniela.
Mario César Fendrich, el empleado bancario que el 23 de septiembre de 1994 robó 3.187.000 dolares del tesoro del banco Nación de Santa Fe y huyó con su joven amante, murió anoche en Cuba, a los 77 años. El ladrón más enigmático de la historia del crimen argentino había sufrido un ACV hace tres días mientras estaba de vacaciones en ese país con un amigo. Su salud se complicó porque además sufría diabetes. Pasó sus últimas horas internado en un hospital, adonde llegaron sus dos hijos para despedirlo.
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Su llegada a La Habana había coincidido con el Festival de Cine de Cuba. Fendrich no era amante del cine, aunque su caso inspiró una película, Tesoro Mío, dos emisiones de los unitarios televisivos Sin Condena y Botines.
Hasta hace un mes atendía un local de quinielas y regalería en Santa Fe capital. “Siempre tenía cara de póker. Quedaba a cuatro cuadras de la casa de mis padres. Mi padre, de hecho, fue compañero de escuela suyo y siempre definió como un buen tipo”, dice una actriz rosarina que pidió la reserva de su identidad.
La mujer cuenta que Fendrich “era el dueño y lo más fascinante de todo esto es que en la pizarra donde anota con tiza blanca el monto de los premios o pozos acumulados de la semana donde debería decir MILLONES siempre se lee MILLÓN”. El hombre que llegó a tener tres millones de dólares en las manos terminó su vida dando pálpitos o entregando boletas de sorteos que claramente no superaban esa cifra.
La historia del subtesorero infiel
Fendrich era el primero en llegar a su trabajo y el último en irse. Sus compañeros del Banco Nación de Santa Fe lo respetaban y sus jefes confiaban en él. Pero el subtesorero no llegó a la tapa de los diarios por ser un empleado ejemplar y rutinario.
El viernes 23 de septiembre de 1994, Fendrich saludó a su esposa y le dijo que después del trabajo se iba a pescar con sus amigos. Pero el plan era otro. Sin que nadie lo viera, robó una fortuna del banco y se convirtió en el prófugo más buscado del país. Antes de escapar, no pudo con su prolijidad de bancario y le dejó una nota a su superior, Juan José Sagardía:
-Gallego, me llevé tres millones de pesos del tesoro y 187 mil dólares de la caja.
¿Fue un arrebato inconsciente, el último intento de salvación de un desesperado o un golpe calculado milimétricamente? Para los investigadores, Fendrich planeó el robo hasta el último detalle. El viernes en que se convirtió en un audaz ladrón, abrió el tesoro con una copia de la llave del gerente. Desconectó las alarmas, guardó la plata en una caja de madera y programó el reloj trigonométrico de la puerta de la bóveda para que se abriera cuatro días después, el martes por la mañana. Por último, se fugó en su Fiat Regatta rojo.
El lunes 26, el tesorero Juan Sagardía, que volvía de una licencia porque había participado en un congreso, no pudo abrir el tesoro. Pensó que Fendrich, su reemplazante, había cometido un error de cálculos, algo que podía pasar. Pero a todos les llamó la atención la ausencia del subtesorero, que siempre llegaba a horario y ese día aún no se había presentado a su trabajo. Por eso llamaron a su casa. “Estoy por hacer la denuncia porque todavía no volvió de pescar”, dijo angustiada la esposa de Fendrich. La incertidumbre se convirtió en sospecha.
Las autoridades del banco y la Policía intentaron abrir la puerta del tesoro, pero fue imposible. Hubo que esperar un día para que se develara el secreto. ¿Dónde estaba Fendrich?¿El dinero seguía en la bóveda? El martes, el misterio llegó a su fin: Fendrich se había llevado 3.200.000 pesos(o dólares, porque era la época del uno a uno). Había dos sacas intactas que contenían otros 2.000.000 de pesos, pero el subtesorero las había dejado. Fendrich se llevó 30 mil billetes de 100 pesos. Con su sueldo de 1200 pesos tendría que haber trabajado 222 años para ganar el dinero que robó de un día para el otro.
¿Ídolo o villano?
El caso generó comentarios de todo tipo. Para algunos, la acción de Fendrich era injustificable. Para otros, el hombre representaba una clase media postergada que hacía malabares para llegar a fin de mes. Un hombre gris que estaba cansado de cumplir órdenes. Un empleado preso de su rutina,sin porvenir. ¿Cómo no iba a tentarse con varios fajos de billetes?
En su momento, el diario Página/12 publicó una encuesta en la que el 20% de los entrevistados consideraba a Fendrich un personaje «simpático».
En un sondeo de opinión de la revista Noticias, el 32,5% de los consultados opinó que el subtesorero era un ídolo. Para el 56% era un ladrón. El 11,5% contestó “no sé”.
Un hombre gris
“Mario era honesto, pero se convirtió en delincuente con todas las letras. Hizo lo peor que una persona puede hacer: manchó su apellido para siempre”, dijo Sagardía, el tesorero que recibió la nota de Fendrich. El robo lo dejó sin trabajo: los directivos del Banco Nación lo echaron por “negligente“. El hombre contó su verdad en un libro: “El robo nacional”.
Además Fendrich entró en el libro Guinness de los récords por ser el autor del mayor robo individual e incruento de la historia. Años después, un grupo de jóvenes creó en Facebook el grupo “Admiradores de Mario Fendrich”. En Santa Fe, hasta hace 12 años, una agencia turística incluía en un tour por la ciudad un paseo por el barrio de Fendrich.
En un artículo titulado “Los héroes nunca se rinden”, publicado por Página/12, Osvaldo Soriano escribió que “Fendrich pasó de ser un genio a un vulgar delincuente. Resultó un mal mentiroso con esa historia según la cual se llevó la plata apretado por la mafia. Si hubiera dicho que perdidamente enamorado de una princesa tuvo que robar para indemnizar a su familia. O que robaba para la corona…”.
Caída y devoción
La aventura del subtesorero duró 109 días. ¿Qué hizo durante el tiempo que estuvo prófugo? Aún es un misterio. Se dijo que viajó a Paraguay, que paseó con su amante mucho más joven que él por las playas de Brasil, que se hizo una cirugía plástica, y que apostó parte del dinero en el casino. El 9 de enero de 1995, un día después de la trágica muerte de Carlos Monzón, Fendrich se presentó ante la Justicia de Santa Fe.
Su estrategia fue entregarse ese día porque pensó que el entierro de Monzón iba a opacarlo. Pero ese día, la noticia de su reaparición compartió espacio con la despedida de los restos del ex campéon mundial de boxeo.
La apariencia del ex subtesorero no parecía la de un prófugo perturbado: estaba teñido de pelirrojo, se lo veía más gordo, tenía barba, lucía un bronceado envidiable, camisa sport y sandalias franciscanas. Su aspecto dejaba en claro que no había estado oculto bajo tierra.
Cada vez que lo trasladaban a declarar, muchas personas le pedían autógrafos, vitoreaban su nombre, lo aplaudían o le gritaban “ídolo”. Fendrich parecía imperturbable, ajeno a lo que su acto había generado. “No me siento símbolo de nada”, llegó a decir.
Ante la Justicia, el bancario ensayó una coartada inverosímil: dijo que lo habían secuestrado y que los delincuentes se habían llevado todo el dinero. Nadie le creyó. Los millones nunca aparecieron.
Se dijo que Fendrich había comprado estancias en Paraguay, que un grupo de amigos lo había estafado y que un desconocido le sacó el dinero para invertir en la Bolsa.
“Era un trabajo poco grato. La rutina a uno lo absorbe, lo atrapa y lo lleva. Nunca debí haber trabajado en un banco. Ahora soy más libre”, le confesó Fendrich al periodista Eduardo Parise pocos años después del robo.
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En el banquillo
En el juicio oral declararon 33 testigos. Sus amigos y ex compañeros seguían sorprendidos por el mal paso del subtesorero. “Es un pingazo. Cuando íbamos a pescar, no quería que habláramos de política y de trabajo”, declaró uno de ellos. Las autoridades del Banco Nación pidieron una dura condena, para darle el ejemplo a los empleados honestos.
El 12 de noviembre de 1996, el Tribunal Oral Federal de Santa Fe lo condenó a ocho años, dos meses y 15 días de prisión por el delito de peculado. Además lo inhabilitaba de por vida para ejercer cargos públicos. Para Fendrich, ese castigo era un alivio. Un amigo suyo, Rogelio Picazo, fue absuelto: estaba acusado de ser uno de los ideólogos del robo. La Justicia estuvo a punto de excavar las tumbas del cementerio privado administrado por Picazo, “Parque de la eternidad”, porque sospechaba que el botín estaba enterrado ahí.
En la cárcel de Las Flores, en Santa Fe, el ex empleado bancario tuvo una conducta excelente. Ni en prisión logró salir de la rutina de oficinista: le encomendaron tareas administrativas en un aula del penal. Después de cuatro años, nueve meses y 20 días de encierro, salió en libertad condicional. La Justicia le puso varios términos que debía cumplir durante poco más de dos años: vivir con su familia, trabajar y no tomar alcohol.
Pero hubo un requisito insólito: si aparecía la plata robada, Fendrich debía llamar a los investigadores para devolverla. La plata nunca apareció. Lo único que recuperó la Justicia son los 72.000 pesos que pagó el condenado por una multa que le impusieron.
A Fendrich, su paso por la prisión lo hizo reflexionar: “Acá adentro hay más códigos que afuera”, aseguró. Ya en libertad abrió una pequeña fábrica de placas de yeso para cielorrasos y de fibra de vidrio para lanchas. Luego vendió objetos de bazar. Tiempo después, en una entrevista televisiva reconoció que el robo fue planeado con un grupo de amigos en la mesa de un café.
Primero comenzó con una broma. Pero al final se ejecutó el golpe. ¿Esos amigos lo engañaron y se quedaron con el dinero? Nunca se supo. Hace cinco años al medio Aires de Santa Fe, afirmó enigmático: “Me obligaron a robar”.
El reposo de un jubilado
El subtesorero más famoso de la historia criminal argentina llegó a formar parte de una colección dirigida por Jorge Lanata para la revista 23, en la que había sido elegido entre los 200 personajes de la historia argentina: el hombrecito gris largó una carcajada al enterarse.
“¿Es una joda? ¿Voy a estar entre San Martín, Gardel, Perón y Maradona? La diferencia es que ellos hicieron cosas buenas. A mi no me ponen por cruzar los Andes o por ganar un Mundial. En realidad no quiero aparecer ni en una tapita de gaseosa. Hasta me cambiaría el apellido. Quiero olvidarme de lo que pasó. Todo lo que se dijo es bolazo. Quiero estar tranquilo con mi familia. Escriban lo que quieran de mí. Total, ya se dijo tanto. Mi vida no tiene nada de interesante: soy un pobre jubilado. Nunca volveré a dar una nota porque se lo prometí a mi familia”, dijo en 2009 al autor de esta nota antes de cortar la llamada.
Fendrich vivía en un barrio de clase media frente al Parque Sur de la ciudad de Santa Fe, en la calle Jujuy al 2800. Su casa era doble piso de chalet, con barandas y ventanas marrones. Según algunos vecinos, Fendrich “era una persona normal, que no se metía con nadie”.
“Cumplió su pena y era un ciudadano más que había logrado reconstruir su vida. El hecho ha quedado guardado la memoria colectiva de la ciudad y que por tres o cuatro años la comunidad lo recordó y hasta incluso algunos lo veían por la calle y le decían ‘ídolo’. Fue el robo más importante de la Argentina, porque no se disparó ni un solo tiro y una sola persona se quedó con una cifra considerable de dinero, sin lastimar a nadie“, dice su ex abogado y amigo, Antonio Ciarro.
Hincha fanático de Colón, se lo podía ver en la cancha donde alentaba a su equipo de fútbol predilecto con el bronceado que daba señal de que su pasión por la pesca seguía vigente. Además participaba de los torneos que organizaba el club de Colastiné y recorría el río Paraná en lancha.
En unas de sus charlas con su amigo y ex abogado, le confesó que estaba arrepentido del robo: “Ni muerto vuelvo a hacerlo que hice. Sufrí mucho e hice mucho mal a mi familia”.
Su familia estaba integrada por su esposa y sus dos hijos, uno de los cuales es un respetado médico gastroenterólogo que trabajo en el hospital Cullen de esa localidad.
Fendrich nunca más pasó por la puerta del banco, ese edificio colonial construido en 1891 en la esquina de Tucumán y la peatonal San Martín.
El ex subtesorero extrañaba salir a la calle sin ser observado, ir a la cancha sin que lo saludaran o le pidieran autógrafos, pasear por una plaza, ir a una peña folclórica o pescar en el río Paraná sin que nadie le preguntara dónde había escondido la plata.
Pero lo tranquilizaba no tener que levantarse temprano, afeitarse prolijamente, ponerse el nudo de la corbata y salir de su casa para ir al banco a comportarse como un autómata que cumplía órdenes. Haber enterrado esa rutina para siempre —una rutina que cada vez lo asfixiaba más— lo aliviaba. Lo hacía sentir, por fin, un hombre libre.
“Tal vez algún día se sepa la verdad”, dijo Fendrich hace un tiempo, con tono misterioso. Con su muerte, quizá su secreto se haya ido con él.
Fuente Infobae