Calvicie prominente, de andar tranquilo y hablar pausado, el médico Pablo Huck se levantó con cuidado de su silla, atravesó el recinto y antes de quedar frente a los jueces miró a su agresor, el cura Marcelino Moya, que de inmediato bajó la mirada. Después, durante poco más de dos horas contó en detalle los abusos que padeció por parte del sacerdote ante Tribunal de Juicio y Apelaciones de Concepción del Uruguay, Entre Ríos.
En diálogo con Infobae, antes de dar los pormenores de lo que declaró, aportó una impresión: “Moya era un tipo que tenía pintada la sonrisa, hoy lo vi flaco, envejecido y jugando a hacer que tomaba apuntes. Nunca se animó a sostenerme la mirada”.
Luego indicó qué fue lo que vivió hace casi un cuarto de siglo: “En mi caso, los abusos pasaron entre 1993 y 1995, mientras formaba parte del grupo de niños que concurríamos habitualmente a la iglesia Santa Rosa de Lima, y cursaba en el Instituto La Inmaculada Concepción, de la misma ciudad. Fui confiado al cura Moya como mi referente espiritual y como profesor de catequesis y confesor. Los abusos fueron cometidos con total impunidad de manera sistemática en circunstancias totalmente controladas por el adulto abusador en su habitación, ubicada en la planta alta de la casa parroquial”.
El relato de Huck se produjo casi cuatro años después de que, junto a Ernesto Frutos, quien poco antes del comienzo del juicio se animó a salir del anonimato para contar en medio provinciales lo que había padecido, se sentaran frente al fiscal de Paraná, Juan Francisco Montrull, para narrar los vejámenes a los que los había sometido entre 1992 y 1996, cuando Moya estaba a cargo de la parroquia Santa Rosa de Lima, de Villaguay.
En esa ciudad, situada en el centro de la provincia, Moya era conocido como el “cura payador”. Cuando se sucedían los abusos denunciados en el cuarto del cura, Moya estaba en lo más alto de su popularidad. No se trataba de un sacerdote cualquiera. Ordenado por el cardenal emérito Estanislao Karlic en 1992, durante años fue famoso por irrumpir en las jineteadas, improvisar un altar y recitar el Evangelio. Un cura opuesto a los que se internan en el claustro. Es tal la notoriedad que tenía Moya que fue el encargado del “momento cultural” durante III Sínodo Arquidiocesano de Paraná, que se llevó a cabo el 24 de mayo de 2016, jornada en la que Karlic pidió “tener conciencia del momento que estamos viviendo” y exhortó a “recibir este tiempo de gracia, como un momento de fe”.
Moya fue capellán en la guarnición del Ejército en Villaguay. Frutos aportó otra clave: “Cuando yo dejé Acción Católica, al tiempo empezó a perder lugares de poder. Terminó saliendo eyectado de Villaguay a Chipre sin escalas y todavía no sabemos por qué motivo. Nadie sabe por qué fue perdiendo privilegios. Hay mucho silencio. Por qué no dio más clases en el colegio de hermanas, por qué perdió el acceso a su gimnasio que antes era irrestricto, por qué perdió la parroquia y por qué dejó de ser capellán del Ejército de Villaguay. ¿De qué se enteraron ellos? No lo sabemos”.
En Chipre y, luego, en Kuwait, Moya fue capellán de los Cascos Azules de la ONU. Posteriormente, retornaría para convertirse en el jefe de capellanes de todos los institutos militares del país con sede en Campo de Mayo. Finalmente, por sorpresa, regresó a Entre Ríos para ejercer su ministerio, primero, en San Benito, después en Villa Urquiza y, por último, en Nuestra Señora de la Merced, en Seguí, hasta que fue separado tras las denuncias.
En esa oportunidad, ante el fiscal Montrull, los sobrevivientes caracterizaron a Moya como carismático, pero también amanerado, misógino y manipulador. El cura disfrutaba de dar castigos corporales, como por ejemplo tirones de oreja y del pelo de la nuca y pellizcos. Él los atraía hacia su habitación en cualquier momento del día. Allí sólo podían ingresar los varones, mientras que las mujeres tenían terminantemente prohibido hacerlo. Los ataques del vicario “podían ser en cualquier momento del día, sólo dependía de la circulación de otras personas en el lugar. La habitación de Moya era el lugar de encuentro habitual para los chicos que lo acompañábamos. Muchas veces, el sacerdote nos retenía en su cuarto con la excusa de utilizar la computadora para ayudarlo en diversas tareas (por ejemplo, tipear un texto, inventariar libros obsoletos, etc.) o bien, nos dejaba usar la PC para jugar o escuchar música en su minicomponente. Su habitación, por más pequeña que fuese, estaba siempre llena de chicos, y esta situación no era cuestionada por nadie”.
El viernes será el turno de Frutos, cuya experiencia recogió el autor de esta nota en 2016 para el libro La Trama detrás de los abusos y delitos sexuales en la Iglesia Católica. En esa oportunidad, describió cómo Moya le tocaba los genitales. Los hechos ocurrieron cuando él rondaba los 13 años. En aquella ocasión, su reacción instintiva fue escaparse: “En ese momento no me constaba (si había abusado de otros chicos). Pero como yo me fui pudo haber seguido con otros. Al otro chico (en referencia a Huck) le pasó antes que a mí y yo no sabía nada cuando entré a Acción Católica. Hay mucho silencio. Se tapa todo”. Ambos optaron por romper el silencio cuando se dieron cuenta que formaba parte de un accionar sistemático por parte del cura.
El motivo por el cual Huck se animó a salir del anonimato es distinto. Su decisión estuvo bajo el influjo del ex cura José Dumoulin. En su momento, Dumoulin fue quien reemplazó a Moya en la parroquia en la que sucedieron los hechos denunciados. Al propio Dumoulin le sorprendió la respuesta eclesiástica, siempre refugiada en la idea de que se trataba de una operación mediática. En realidad, sostuvo el sucesor de Moya, “el eje fundamental de la denuncia es la búsqueda de justicia y verdad, así de simple y complejo a la vez. El hecho de denunciar penalmente al sacerdote es intentar resarcir el dolor inmenso que durante tantos años me han causado estos abusos y el silencio consecuente, como así también la necesidad de alertar, detener y esclarecer los abusos que probablemente hayan sucedido en estos 20 años, tanto por parte de Moya como de otros adultos perversos en los distintos espacios de nuestra sociedad. Además, siento que en esta necesidad de romper el silencio está implícita la lucha por denunciar estos hechos y ponerlos en el tapete, alertar y provocar un despertar”. A los ojos de los adolescentes, Moya se esforzaba por aparecer como un par, que buscaba el afecto de ellos. Sin embargo, eso era así solamente bajo la mirada de los varones, ya que las chicas eran discriminadas por el cura, que circulaba por la comunidad amparado por el halo que emanaban su investidura y su carisma.
Ambos sufrieron secuelas de todo tipo. En el caso de Frutos, hizo años de terapia, tratando de comprender la causa profunda de su desconfianza hacia la gente, que lo afectó en sus relaciones amorosas. Pero a su vez, le costó vincularse con desconocidos -por ejemplo, cuando comenzó sus estudios universitarios-, por lo que se volvió ermitaño. En tanto que Huck hizo psicoterapia de distintos tipos: “Durante un largo tiempo, incluso con ciclos de tratamientos psicofarmacológicos, así como toda terapia alternativa que estuvo a mi alcance, que me fueron ayudando a amortiguar, elaborar y más tarde poder poner en palabras todo este sufrimiento, esta puñalada espiritual. Creo que, en distintos momentos de mi vida, y con distinto grado de influencia sobre mí (más allá de haber trabajado mucho con terapias psicológicas, y la búsqueda personal espiritual) me vi atravesado o afectado desde el retraimiento vincular, ya sea laboral, familiar, social en general o en las relaciones afectivas. Me vi invadido en muchas oportunidades por un sentimiento permanente de vulnerabilidad, desconfianza y culpa, así como sentir la pérdida de la vocación de servicio, inherente al sentido de lo humano”.
Cuando terminó de declarar, cansado pero aún bajo la influencia de la euforia propia del pasó que se atrevió a dar, Huck explicó: “Así como hace falta la condena de la Justicia en estos casos de abuso para motivar a la gente que ha sido víctima para que hable, se anime, y denuncie, también es necesario que la Iglesia haga su parte. La Iglesia ha marcado a mucha gente, y después a esa gente que ha sido víctima le cuesta manifestarse. Pero, además, la misma Iglesia niega que hayan existido abusos. No es que se defiende. No. Tiene un gesto de profunda negación”.