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Una mañana fría, Stefan Smit, un agricultor blanco de la impresionante región vitivinícola de Sudáfrica, despertó y descubrió que su viñedo era invadido.

Preocupado y enojado, Smit, de 62 años, llegó en su camioneta al punto más alto de la propiedad y miró hacia abajo. En cuestión de horas, residentes negros empobrecidos del municipio vecino habían ocupado el terreno, tras quitar la maleza y levantar cuarenta chozas.

“En lo personal, yo no puedo respirar aquí”, comentó Smit más tarde.

Prácticamente de la noche a la mañana, la finca de Smit, con sus extraordinarias vistas de la región de Stellenbosch, se convirtió en un campo de batalla de la amarga disputa política que ha dividido al país y llegado hasta la Casa Blanca del presidente estadounidense Donald Trump: ¿a quién pertenecen las tierras de Sudáfrica?

Residentes de un gueto en las afueras de la ciudad invadieron una granja vinícola privada en Stellenbosch, Sudáfrica.

En este legendario rincón de Sudáfrica, adonde llegan los extranjeros a catar los chenin blanc y los pinotage, los agricultores blancos como Smit han intentado afianzar una parte del país que consideran que históricamente les pertenece.

Él y sus amigos blancos afrikáneres le llaman invasión, parte de un trabajo premeditado del Congreso Nacional Africano (ANC) en el poder para hacerse de la única provincia que sigue estando fuera de su control político.

“Acarrean gente” de otras partes del país “solo para crear un bloque electoral”, comentó Jan de Klerk, amigo de Smit e hijo de Frederik de Klerk, el expresidente que negoció el fin del apartheid con Nelson Mandela. “No están aportando nuevas habilidades al pueblo. En sí, solo es gente que llega, pero ya no hay espacio”.

Los invasores dijeron que llegaron a ocupar el lugar por desesperación. La vida casi no había cambiado para los hombres y las mujeres en el municipio vecino, ni siquiera después de un cuarto de siglo de haber logrado la democracia. Todavía vivían en chozas endebles de espacios muy reducidos, mientras que Smit y sus amigos poseen amplias extensiones de tierra arrebatadas con brutalidad a los habitantes africanos hace muchas generaciones y que durante décadas deliberadamente han permanecido en manos de los blancos.

“Vemos esas tierras y debemos tomarlas”, comentó Zola Ndlasi, el hombre de 44 años que dirigió la ocupación, mientras caminaba entre las chozas nuevas. Debido a que proviene de la misma región que Mandela, todos lo llaman con el mismo nombre del clan: Madiba.

A unos cuantos meses de las elecciones, se está llevando a cabo a nivel nacional esta lucha fundamental sobre a quién pertenece Sudáfrica.

Muchos sudafricanos negros se sienten traicionados por el fracaso del Congreso Nacional Africano, sumamente corrupto, que no ha brindado acceso a la tierra a la mayoría negra.

Este partido ha intentado —sin mucho entusiasmo, según sus detractores— redistribuir parte de las tierras, pero ha fracasado en repetidas ocasiones, lo que ha enojado todavía más a los residentes negros. Un programa del ANC les compró tierras a los agricultores blancos dispuestos a vender, pero estuvo tan empañado por la corrupción que los políticos terminaron con más tierras que los ciudadanos comunes y corrientes que debían salir beneficiados.

En años recientes, una subdivisión del ANC, los Luchadores por la Libertad Económica, ha aprovechado este enojo para incitar a los sudafricanos negros a tomar las tierras por su cuenta.

Tras haber perdido a algunos de los simpatizantes fundamentales de su partido, el presidente Cyril Ramaphosa, dirigente del ANC, ahora también está presionando para cambiar la constitución a fin de que se permita expropiar tierras sin indemnización.

Sus promesas generan gran escepticismo, y muchos advierten que la incautación de las fincas de los blancos convirtió a Zimbabue, el vecino más próximo de Sudáfrica, en un marginado internacional.

El presidente Donald Trump intervino en la disputa el año pasado, sumándose a las denuncias falsas o exageradas de que el gobierno estaba obligando a los agricultores blancos a salir de sus tierras y asesinando a muchos de ellos. La declaración del presidente fue un regalo para el AfriForum, un grupo de extrema derecha que defiende a los afrikáneres como Smit y goza de apoyo popular aquí en Stellenbosch.

Contrario a las denuncias, la ley se ha puesto del lado de Smit. Un juez ordenó a los invasores desocupar la finca, pero la mayor parte de las chozas siguen en pie mientras se apela esa decisión. Ahora, la municipalidad está negociando con Smit la compra del terreno.

El caso ha resonado mucho más allá de Stellenbosch debido al lugar especial que ocupa el pueblo en el pasado, presente y futuro de Sudáfrica.

Mucho antes de que esta región se hiciera famosa por su vino, la Universidad de Stellenbosch, una institución de élite que hasta hace poco impartía la mayoría de sus clases en afrikáans, formó a muchos de los políticos y pensadores más importantes del apartheid; tanto así, que con frecuencia se hace referencia a Stellenbosch como la cuna del apartheid.

A diferencia de su famoso homónimo, Ndlasi —o Madiba para los invasores— no sueña con una nación arcoíris.

Ndlasi trabajó como obrero para empresas de blancos y luego comenzó a organizar a los recién llegados, quienes estaban tan desesperados por viviendas que rentaban chozas detrás de las casas construidas por el gobierno. Mediante el envío de cartas y la organización de mítines, presionó a la municipalidad para que construyera viviendas.

En mayo, dirigió la primera embestida a la finca de Smit. Hombres de la municipalidad construyeron media decena de chozas. Smit obtuvo rápidamente una orden de desalojo y las Hormigas Rojas —hombres dedicados a la demolición llamados así por sus overoles rojos— desmantelaron las chozas y se las llevaron.

Chozas aparecieron de la noche a la mañana en la granja de Smit a finales de julio y, en un mes, casi mil se extendieron a lo largo de sus parcelas.

Cuando los iracundos manifestantes se enfrentaron con las Hormigas Rojas, arrestaron a Ndlasi por incitar a la violencia, y pasó tres noches en la cárcel.

“No estamos peleando contra él”, Ndlasi comentó sobre Smit. “Podemos ser amigos si él cambia esa actitud de blanco. Tal vez piensa que es mejor que nosotros”.

Posteriormente, Ndlasi y otros organizadores se comunicaron con un abogado que les habló de una ley local: no podían desalojar a los invasores sin una orden judicial si habían vivido en las chozas durante dos días o más.

Así que una noche de julio, Ndlasi volvió a llevar a los hombres y a las mujeres a la colina.

Cuando regresaron las Hormigas Rojas unos días después, se toparon con una resistencia enfurecida. La policía lanzó gas lacrimógeno y gas pimienta a los manifestantes.

La municipalidad de Stellenbosch reconoce que hay escasez de vivienda en Kayamandi, donde había más de siete mil chozas antes de la ocupación de la finca de Smit. Sin embargo, aunque el pueblo tiene recursos para enfrentar el problema —posee muchas fincas— los detractores afirman que sus dirigentes se rehúsan a construir casas por miedo a perder el control del ayuntamiento, en especial con la llegada de personas negras que probablemente no voten por ellos.

Los funcionarios municipales desestimaron la denuncia como “completamente falsa”, al responder que los invasores están intentando saltarse una larga fila de gente que espera vivienda.

“La gente solo toma tierras porque sabe cuál es la lucha política”, comentó Wilhelmina Petersen, vocera del concejo municipal, miembro de la Alianza Democrática, que controla la mayor parte del pueblo. “Ponen el país a prueba”.

También Ndlasi está tratando de evaluar los vientos políticos. Se apresura a exponer las prácticas corruptas del ANC y espera ver cuántos votantes se van con los Luchadores por la Libertad Económica en las elecciones de este año.

Pero también está recibiendo señales del dirigente local de 43 años del ANC, Midas Wanana. Durante una entrevista, Wanana habló de la posibilidad de que Ndlasi sea el rostro del ANC en las próximas elecciones.

“Queremos ponerlo al frente”, comentó Wanana. “Es un héroe”.

Del otro lado de la colina, Smit parecía un señor feudal en lo alto de su castillo. Generaciones de residentes del municipio, quienes nunca lo habían visto, lo imaginaban como una figura omnipotente. Algunos lo llamaban “el italiano”, por confundirlo con un italiano que alguna vez trabajó para el padre de Smit.

En realidad, por miedo, Smit se mantuvo lejos del municipio.

“Nunca he hablado con esas personas”, comentó. “Eso no se hace. Es peligroso. No es aconsejable”.

En los últimos años, el negocio no ha estado bien. Pocos turistas han visitado su modesta sala de catas, pues han preferido a competidores que a menudo tienen el respaldo de inversionistas extranjeros. Sus dos hijas se fueron a enseñar inglés a Vietnam y Taiwán. Él desea que sean felices en algún lugar donde “puedan respirar”.

Antes de que terminara el apartheid, Smit se vio beneficiado con el monopolio de los blancos sobre la tierra y con el suministro constante de la mano de obra barata de los negros. Su bisabuelo había cultivado uvas desde finales del siglo XIX en una propiedad cercana. Según el sitio web de Smit, su padre alguna vez fue dueño de la finca vitivinícola más grande del país.

Sin embargo, Smit no considera la reforma agraria una forma justa de compensación. Los grupos étnicos africanos que actualmente conforman la mayor parte de Sudáfrica no habitaban en esta región cuando los colonizadores europeos llegaron al cabo, señaló, aunque reconoció que los europeos habían desalojado con violencia a un grupo indígena llamado joisán.

“A ellos debemos dar la cara”, señaló. “Pero en cuanto a los demás, se trata de cuestiones políticas”.

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