Publicado por primera vez en español, el libro del psiquiatra Robert J. Lifton revela los programas de eutanasia y esterilización para “la buena herencia” y “exterminio científico” de judíos en los campos de concentración. Además analiza la influencia el discurso “biomédico” del nazismo durante el Tercer Reich
Antes de ser ahorcado por las autoridades judiciales polacas en el mismo campo de concentración y exterminio que había dirigido hasta el final de la guerra, el Obersturmbannführer de las SS Rudolf Höss transmitió a sus interrogadores el propósito “biológico” de Auschwitz. Para esto, Höss citó las palabras directas del Reichsführer de las SS Heinrich Himmler, su oficial superior, que en el verano de 1941 le dijo: “Los judíos son los enemigos eternos del pueblo alemán y deben ser exterminados. Todos los judíos en nuestras manos van a ser destruidos sin excepción, ahora, durante la guerra. Si no tenemos éxito en destruir la sustancia biológica de los judíos, los judíos algún día destruirán al pueblo alemán”.
Este es apenas uno de los relatos que convierten a Los médicos nazis (El Ateneo), la investigación publicada por el reconocido psiquiatra estadounidense Robert Jay Lifton en 1986 y traducida recién ahora al castellano, en una de las mejores referencias bibliográficas para quienes estén dispuestos a conocer los horrores del nazismo. Sin embargo, el libro de Lifton no solo expone la “visión biomédica” instaurada en Alemania durante los años de Adolf Hitler, sino que ayuda a entender las razones por las que el exterminio sistemático de la “sustancia biológica” de un adversario sigue siendo una variable psicológica, científica y militar posible a la hora de los peores enfrentamientos humanos.
Para no olvidar este detalle, escribe Lifton, acreedor de una vasta trayectoria académica en las principales universidades de los Estados Unidos y fundador del Centro para el Estudio de la Violencia Humana, es necesario recordar lo que nos demuestran las cámaras de tortura desplegadas por casi todas las dictaduras militares durante los años setenta en América Latina, las “limpiezas étnicas” de los serbios durante la década de 1990 en la ex Yugoslavia o las sesiones de torturas en la cárcel militar de Abu Ghraib, en Irak, a comienzos del siglo XXI; ya sea en un punto u otro del mundo, “el genio humano para la adaptación ahora puede hacer que todo tipo de hombres y mujeres se adapte a las existentes instituciones genocidas y a las mentalidades genocidas prevalecientes”.
Aún así, la escala en la que los nazis forjaron una aparente “normalidad” alrededor de una ideología genocida marca el máximo punto de convergencia imaginable entre el asesinato masivo de personas y la visión racional del genocidio. Y es por eso que la ciencia médica bajo el nazismo puede iluminar el modo en que Hitler impuso su explicación de la historia europea en Mein Kampf (Mi Lucha), donde argumentaba que si la raza aria había sido en un tiempo “sana y dominante” hasta que la influencia judía la “infectó”, solo “extirpando” con precisión quirúrgica su presencia la raza aria volvería a ser saludable y fuerte otra vez.
Esta fue la “visión” pseudocientífica que puso a las ciencias médicas entre las principales herramientas del Tercer Reich y convirtió a los médicos civiles en los agentes de exterminio más eficientes y reservados de la “Endlösung der Judenfrage” o “solución final al problema judío”, como los nazis llamaban al Holocausto.
Una de las primeras paradojas de estas “condiciones psicológicas que conducen al mal”, como las describe Lifton, tuvo su desarrollo a través de la eutanasia (o “programa T4”) y la esterilización. Prácticas que se presentaron incluso ante la opinión pública alemana como un “asesinato medicalizado”, necesario para alcanzar un imperativo terapéutico superior: el control absoluto sobre el futuro biológico humano.
Para lograrlo, los nazis implementaron distintos procedimientos para mejorar “la buena herencia” y la “reserva racial”. Y a partir de la esterilización forzosa de “las vidas indignas de ser vividas”, pronto se pasó al asesinato de niños “discapacitados” en hospitales y adultos “discapacitados” en instituciones mentales. Los métodos para estas eutanasias eran inyecciones de fenol, inanición o intoxicación por monóxido de carbono, lo que dio paso al desarrollo de las primeras cámaras de gas. Desde 1933, las personas con retrasos congénitos, esquizofrenia, trastorno bipolar, epilepsia, enfermedad de Huntington, ceguera o sordera hereditaria, graves malformaciones físicas y alcoholismo hereditario se convirtieron, por ley, en candidatos para las esterilizaciones quirúrgicas mediante ligaduras del conducto deferente en los hombres y de las trompas de Falopio en las mujeres.
Las preguntas que inquietaban a los médicos nazis, hasta entonces, eran apenas cuantitativas: ¿convenía esterilizar a los débiles y los discapacitados, o también a sus familiares y cualquier otro “portador” de estos defectos? La esterilización por irradiación con rayos X, más rápida y peligrosa, tendría que esperar todavía algunos años más, hasta los experimentos en los campos de concentración.
Esta combinación inicial de idealismo visionario y terror con la que los nazis alinearon bajo sus órdenes a la mayoría de los profesionales médicos no pudo haberse logrado sin el trabajo del Ministro del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda Joseph Goebbels. Decidido a desmoronar cualquier tipo de “intelectualismo flácido” o “desastrosos conceptos de libertad e igualdad”, las presiones y las purgas dentro del mundo académico dejaron claro que solo la doctrina del Partido Nacionalsocialista debía asumirse como el único “movimiento de sanación”. De esta manera, la Ley de Médicos de 1935 les dio a los profesionales el poder de decidir formalmente sobre la vida o la muerte, de modo que se transformaron en “funcionarios biológicos estatales”.
En combinación con la disciplina fanática de las SS, ya iniciada la Segunda Guerra Mundial, el paso siguiente sería dirigir el “exterminio científico” de judíos, gitanos, homosexuales y disidentes políticos en los campos de exterminio, donde, como cuenta un sobreviviente de Auschwitz, “eran todos médicos”. Según los testimonios recolectados por Lifton, bastaban dos semanas: ese era el tiempo para que un médico se habituara a seleccionar a las personas que cada día morían asfixiados por el gas Zyklon B y después desaparecían en los crematorios. “Y ese proceso no se puede explicar a nadie. Uno solo puede experimentarlo para conocerlo. El experto puede registrarlo, pero no puede entrar en él”, cuenta el Dr. Ernst B., uno de los informantes anónimos que prestó servicio en Auschwitz, el “anus mundi”, como lo llamó el médico nazi Heinz Tilo bajo el liderazgo del “Ángel de la muerte”, Josef Mengele.
Para sobrellevar su propia experiencia como asesinos en masa, los médicos recurrían al alcohol, a la desesperada necesidad de integrarse a sus “tareas médicas” en plena guerra y a la “situación esquizofrénica” de utilizar sus conocimientos destinados a sanar para matar, convencidos de que les hacían un bien a los prisioneros al seleccionarlos para su muerte inmediata. En medio de esa confusión, a veces surgían también “pequeñas islas de humanidad”, durante las cuales los mismos médicos de las SS salvaban a otros médicos (judíos) de la cámaras de gas, o aún de manera impersonal favorecían la llegada de comida o medicamentos para algún grupo de detenidos.
“La mejor manera de honrar a las víctimas de los médicos nazis es no solo documentar sus acciones, sino confrontar las condiciones de normalidad del mal que las produjeron”, escribe Robert Jay Lifton. “Todo esto apunta a una cuestión más general que no ha sido suficientemente examinada en conexión con el genocidio: el control de los perpetradores respecto del conocimiento de lo que hacen o han hecho. Cuando Hitler hizo su tristemente célebre pregunta retórica: ‘¿Quién sigue hablando hoy del exterminio de los armenios?’, se estaba refiriendo, por supuesto, a lo que creía que era la poca memoria del mundo respecto de estos temas”.