Evita ingresó a la vida de cada argentino de manera muy diversa. Para nadie es o ha sido indiferente.
Evita. Un nombre que genera emociones. Buenas o malas. Nunca indiferencia.
La primera imagen que registré de Evita fue de chico, en los años 60, en la casa de mis abuelos maternos.
Era una señora con rodete que miraba sonriente desde un cuadro. En la casa de mis abuelos había otros dos cuadros que me llamaban la atención: en uno se veía un militar sobre un caballo pinto (después supe que se llamaba Juan Domingo Perón) y el otro el de una doble página de El Gráfico con el penal que Roma le atajó a Delem.
Me contaron que esa señora era Evita. Y era sinónimo de la máquina de coser en la que se sentaba mi abuela, y de una camiseta de fútbol color marrón que usaba mi tío cuando era chico y participaba de los torneos Evita. Era una señora que daba trabajo, daba herramientas, bicicletas y juguetes. Daba.
Ya adolescente, Evita fue el bellísimo cuento “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh. Evita, para cada uno de los argentinos es algo, un recuerdo, un sentimiento. Es algo visceral. Se recuerda con agradecimiento, amor. Para otros sigue siendo odio, de clase podríamos decir. Para algunos fue más grande que Perón.
Cada uno tiene su recuerdo. Para mí, es esa señora del cuadro en la casa de mis abuelos. Y sus ojos cuando la miraban. Y su emoción cuando hablaban de ella. No hubo otro personaje de nuestra historia política moderna que generara tanto.