El reproductor desató una legión de fanáticos e inspiró a sus más que dignos herederos: el Discman, el mp3 y hasta Spotify.
Varias décadas antes de las playlists y los algoritmos de moda, la música portátil se convirtió en la norma del entretenimiento a partir de un casete, una birome para rebobinar y un reproductor tan pequeño como eficiente. Esta semana cumplió 40 años el Walkman, la inolvidable creación de Sony que revolucionó la industria y desató una legión de fanáticos que trascendió generaciones.
El Walkman es uno de los tantos casos en la industria en que la fidelidad es tal que la marca eclipsa al producto. Como Coca-Cola, Quaker o Gillette. Los ingenieros de Sony querían que la música saliera de los grandes equipos hogareños para otorgarle ritmo a las aburridas caminatas cotidianas. Aunque, nobleza obliga, la visionaria idea provenía de otra persona. Porque si algo caracteriza a la historia de la tecnología son esas locas cuestiones de patentes y extrañas casualidades.
A fines de la década del ‘60, el alemán-brasileño Andreas Pavel dedicaba su tiempo libre a filosofar con sus amigos. Sin dudas, una ocasión perfecta para dar rienda suelta a la imaginación: “Todos decían que nadie estaba tan loco como para ir por ahí con audífonos, que era sólo un ‘aparatito’ inútil de un tipo medio loco”. Golpeó varias puertas en Europa, pero sólo encontró desinterés corporativo. Se limitó, entonces, a patentar el estéreo portátil en Milán en 1977, por si acaso.
Dos años más tarde, Sony, por insistencia de uno de sus fundadores, Masaru Ibuka, lanzó al mercado el primer Walkman TPS-L2, que pesaba casi 400 gramos y permitía escuchar los casetes dónde y cuándo sea. O al menos hasta que las pilas lo permitieran.
El gran atractivo era la incorporación de la conexión para auriculares. El Walkman permitió hasta sentar un cambio cultural: ignorar a los demás cuando el panorama lo ameritaba. Con el paso de los años, el dispositivo mutó: incorporó radio, redujo su tamaño, sumó la auto-reversa y un etcétera a tono con las modas.
Claro que en plena explosión de ventas, el gigante japonés debió ponerse a negociar con Pavel, quien perseguía parte de las regalías. Si bien en 1986 se les pagaron, no se le reconoció su propiedad intelectual. La guerra trascendió de milenio y recién en 2003, el inventor llegó a un acuerdo del que nunca se conocieron cifras por una cláusula de confidencialidad. En su afán por ser reconocido, Pavel podría haber continuado con el legado del mp3, ¿no?