Amazon, Microsoft e IBM gastan millones de dólares en sistemas de reconocimiento facial.
En 1872, 13 años después de la aparición de su revolucionario El origen de las especies, Charles Darwin publicó otro libro. Fue un éxito de ventas sensacional, pese a que ahora pocos lo recuerden: en solo cuatro meses La expresión de las emociones en el hombre y en los animales vendió 9000 ejemplares, todo un best seller para su época.
A Darwin le encantaba observar a sus 10 hijos. Podía pasar horas analizando las expresiones que adoptaban sus rostros apenas nacían. Aquellas morisquetas despertaban su curiosidad, tanto que fueron el puntapié inicial que lo llevó a estudiar un tema hasta entonces poco investigado científicamente: la expresión de las emociones humanas.
El naturalista inglés clasificó primero en sus hijos y luego en los amigos a los que invitaba a comer reacciones emocionales como la alegría, el asco, la ira, el miedo, la sorpresa y la tristeza. Darwin buscaba determinar si los humanos tenemos un conjunto innato y universal de expresiones emocionales, un código por el cual entendemos los sentimientos de los demás.
La evidencia científica indica que las expresiones faciales no son ni universales ni innatas. Su estudio es crucial para el éxito o fracaso de la naciente industria de la detección automática de las emociones.
Curiosamente, estas investigaciones tuvieron poco impacto académico hasta mediados de los 70, cuando fueron resucitadas por psicólogos como Paul Ekman -cuyo trabajo inspiró la serie Lie to me – y ahora vuelven a estar en boga impulsadas por un experimento masivo de vigilancia y control: gobiernos y empresas como Amazon, Microsoft e IBM están gastando millones de dólares en sistemas de reconocimiento de expresiones faciales para detectar emociones y así determinar la satisfacción del cliente, o para contratar o no a una persona solo a partir del análisis de las expresiones faciales por parte de una computadora.
El rostro humano es la puerta de entrada en nuestras interacciones con los demás. Tras millones de años, nos hemos adaptado para identificar en microsegundos una expresión. En el siglo XXI, sin embargo, nuestras caras se han vuelto territorios de disputas: materia prima para la vigilancia y el control estatal o corporativo, al mismo tiempo que son el potencial blanco de gotas cargadas con coronavirus y puerta de entrada de la enfermedad.