Decenas de antenas, dispositivos Bluetooth y cientos de teléfonos móviles nos rodean e irradian cada día. Por no hablar de la telefonía 5G que, al parecer, acabará con la vida en la Tierra. ¡Tanta radiación no puede ser buena! ¿Quién controla los niveles de exposición y los posibles efectos sobre la salud?
Percepción del riesgo
Los campos electromagnéticos están presentes en la naturaleza desde antes de la aparición del ser humano. La luz solar, los rayos cósmicos, las tormentas y la radiación natural terrestre son fuentes de exposición a estos campos.
A mediados de los años 90, se comenzaron a desplegar las redes de antenas de telefonía móvil. Aunque se hacían con estándares técnicos internacionales, que ya tenían en cuenta la protección de la población, no se ofreció la suficiente información al respecto.
A pesar de una reacción rápida por parte de organismos, operadoras y expertos, la percepción de riesgo se instaló entre los ciudadanos. También caló en instituciones, administraciones locales y asociaciones.
Así, se produjo una situación paradigmática. Por un lado, el rechazo a las antenas era un fenómeno global. Por el otro, crecía la demanda universal del servicio.
La OMS parece tenerlo claro
Tanto la Organización Mundial de la Salud (OMS) como la Unión Europea fueron conscientes a principios de los 2000 de esa carencia y de la necesidad de dar respuesta a una inquietud y percepción social del riesgo asociado a la telefonía móvil. Aunque esta percepción e inquietud estaban sobredimensionadas.
A pesar de los esfuerzos realizados para informar y tranquilizar a la población, la OMS reconoció en 2006 que “algunas personas consideran probable que la exposición a campos electromagnéticos de radiofrecuencia entrañe riesgos y que éstos puedan ser incluso graves”.
En la revisión de 2014 la OMS aseguraba que “hasta la fecha no se ha confirmado que el uso del teléfono móvil tenga efectos perjudiciales para la salud“.
En otro documento publicado a comienzos de este 2020 sobre el 5G, insiste en que en las últimas décadas no hay estudios científicos que demuestren una relación causal que pueda hacer temer efectos sobre la salud. “El calentamiento de tejidos es el principal mecanismo de interacción entre los campos electromagnéticos de radiofrecuencia y el cuerpo humano”.
Ese posible efecto, a los niveles habituales de exposición, es insignificante. Por eso es importante que los niveles se mantengan por debajo de los límites establecidos por agencias internacionales independientes.
Quién y cómo se establecen los límites de exposición
En 1992 se estableció en Alemania la Comisión Internacional de Protección frente a Radiaciones No Ionizantes (ICNIRP). Esta organización científica, independiente y sin ánimo de lucro, revisa periódicamente y de forma sistemática las evidencias científicas para determinar los niveles a los cuales se producen efectos biológicos.
No solo de los campos electromagnéticos de radiofrecuencia, sino también de otras radiaciones electromagnéticas como la luz visible, los infrarrojos y los ultravioletas que, por encima de ciertos niveles, también pueden resultar muy peligrosos.
Por eso se fijan niveles de seguridad y, por eso mismo, no debemos preocuparnos de la radiación que emite el mando a distancia de nuestra tele. Tampoco del router wifi de nuestra casa o de nuestro teléfono inalámbrico.
El proceso de revisión es abierto y su publicación se realiza en una revista científica tras un proceso de revisión por pares. Así, una vez se establecen los niveles a los cuales se observan efectos para cada frecuencia, se aplica un factor de precaución o seguridad de 50. Estos valores son aceptados por la mayor parte de los países occidentales desde hace décadas y se adoptan en las correspondientes legislaciones.
Además, existen otras agencias u organismos que realizan una revisión similar. Por ejemplo el Institute of Electrical and Electronics Engineers (IEEE) y la Food and Drug Administration de Estados Unidos.
Estos tres organismos, en los últimos meses y coincidiendo con el despliegue de la 5G, han revisado y publicado sus guías de límites seguros de exposición humana (aquí la de ICNIRP, aquí la de la IEEE y aquí la revisión de la FDA).
Los verdaderos riesgos para la salud
Decir que los campos electromagnéticos de radiofrecuencia son inocuos es falso si no se acompaña de la frase “a los niveles habituales de exposición”.
Dichos niveles están decenas o centenas de miles de veces por debajo de los de seguridad marcados por ICNIRP. Es lo que han demostrado numerosos estudios y revisiones sistemáticas de exposición personal en condiciones reales.
Pero hay efectos constatados derivados del uso de dispositivos y que no son consecuencia de las radiaciones que emiten. Así, se ha demostrado que su uso puede provocar dependencia, problemas musculares, malas posturas y que condicionan nuestras relaciones personales y hábitos saludables.
Dichos efectos, sin embargo, no son denunciados por los movimientos en contra de estas tecnologías.
Negar la evidencia, ¿con qué fin?
Quizá piense que existe cierta controversia científica en este tema. Habrá oído que “numerosos científicos alertan de los efectos” en cuestionables llamamientos internacionales, algún pseudoinforme como el Bioinitiative o declaración política ajena a la Unión Europea, como la declaración 1815 del Consejo de Europa.
Todos tienen en común su falta de rigor, el establecimiento de límites de forma arbitraria o la extrapolación inadecuada de estudios en animales o de laboratorio sin tener en cuenta las condiciones reales.
En 30 años, no se ha publicado una revisión sistemática o metaanálisis -los estudios con mayor fortaleza en ciencia- que demuestre sus alarmantes augurios y peligros para la salud (efectos sobre el sueño, la concentración, fisiológicos, hipersensibilidad o, incluso, cáncer).
En cambio, sí es constatable la relación de sus promotores con la proliferación de un cierto “negocio del miedo” a partir de datos tergiversados, erróneos y en ningún caso avalados por la evidencia científica. Y ese negocio que se basa en esos datos afecta tanto a ámbitos como el médico-sanitario, con diagnósticos o prescripciones no fundamentados en el conocimiento médico; el legal, con denuncias insostenibles basadas en opiniones de supuestos expertos, medios de información carentes de credibilidad (webs pseudocientíficas) o, incluso, empresas que ofrecen aparatos y dispositivos de protección completamente innecesarios.
Todo un negocio basado en el miedo y el desconocimiento que sigue alimentando esa falsa percepción de que vivimos radiados al límite.