El 13 de enero de 2019 Agustina Imvinkelried salía del boliche al cual había ido junto a sus amigas y horas más tardes, cuando no se supo de ella, su familia empezó a buscarla: en el pueblo, donde todos se conocen, con la policía, en las redes sociales, en todos lados. Agustina no aparecía.
La noticia más triste llegaría horas más tarde. A solo 500 metros de dónde se ubicaba el boliche y en medio de un descampado y semienterrada encontraron el cuerpo de Agustina, quien lucho con todas sus fuerzas para sobreponerse al ataque de su femicida, Pablo Trionfini, quien se suicidó en su casa cuando la policía iba a detenerlo.
“Avisame cuando llegués”. Es una de las frases más utilizadas por seres queridos hacia una hija, una hermana, una amiga, una novia o una sobrina. Es constante la naturalización de que tal aviso es necesario para la calma de los lazos, para preservar el bienestar y la vida. Cuando debería ser inconcebible que las mujeres salgan a la calle con la posibilidad de terminar siendo desesperadamente buscadas. Cuando una desaparición conmociona a una sociedad. Pero Agustina no pudo avisar cuando llegó. Agustina no llegó. Agustina fue asesinada.
La ciudad vivió momentos de gran dolor, fue shockeada por la sucesión de hechos propios de una historia de violencia, impotencia y muerte. Agustina fue encontrada muerta horas después que un hombre se quitó la vida. La noticia recorrió el país y desde Esperanza los medios periodísticos más importantes difundían la novedad.