Muchas personas sienten un autorrechazo y no son conscientes de ello. Cómo ponerle un freno a la sensación.
Algunos rechazamos la propia manera de ser, no nos gusta nuestro cuerpo, no soportamos escuchar nuestra voz, tenemos un alto nivel de autocrítica y nos valoramos más bien poco. Todos ésos son síntomas de algo más general y podríamos padecer “autoodio”. Un término nuevo, pero que puede responder a una problemática muy actual en tiempos en los que la exigencia para con nosotros es elevada.
El autoodio consiste en un sentimiento persistente de autorrechazo. Estar en enemistad con uno mismo nos genera un malestar permanente que puede traer consecuencias graves para la salud mental.
“Si nos dejamos llevar por el tren del autoodio, esa autoaversión permanente va constituyendo un problema muy serio que lleva a todo tipo de trastornos: alimentarios, de malas elecciones emocionales, autosabotaje, accidentes, problemas psicosomáticos… Siempre que estamos con alguien con quien sentimos aversión, hay un estado de crispación y de tensión. Si ese alguien soy yo, estoy en problemas porque voy a estar conmigo toda la vida”, expone a Con Bienestar la psicóloga Virginia Gawel (M.N. 14.051), creadora de este nuevo término, integradora de las psicologías de oriente y occidente y autora de “El fin del autoodio”.
El autoodio se podría considerar como el principio de todos los procesos autodestructivos que experimentamos a nivel físico, mental, de comportamiento y en la toma de decisiones.
Cómo nos podemos dar cuenta de que lo padecemos
Lo padecemos si sentimos vergüenza de nosotros, de ser quienes somos, no nos gusta nuestro cuerpo o hasta sentimos rechazo por ciertos rasgos que nos distinguen como nuestra voz, la forma de reírnos o el modo en el que nos expresamos y nos dirigimos a nosotros mismos en términos desagradables como “qué estúpido que soy”, “no sé hacer nada bien” o “no sé ni para qué me esfuerzo”.
“Uno no le diría a un ser querido esas cosas, no se dirigiría a alguien en estos términos ni lo trataría así, pero sí que nos hablamos a nosotros de este modo, y eso es lo que hay que aprender a identificar”, destaca Gawel.
Otro indicio de esta autoagresión es si tenemos una actitud de irritación, enojo o reclamo hacia nosotros mismos, con dificultad para perdonarnos errores, y minimizando nuestros logros o nuestros talentos.
El autoodio también se presenta en forma de autosabotaje. Generamos mecanismos para coartar nuestra felicidad y no nos permitimos avanzar. Hasta incluso, elegir a parejas que no nos tratan bien es una manifestación, -pues nos estarían tratando “normalmente”, tal como lo hacemos íntimamente hacia nosotros mismos-.
“Si esto me lo hiciera un ser querido, pensaríamos ‘Qué mal amigo que es’. Nos daríamos cuenta de que esa persona no nos quiere. Si se irrita con nosotros, nos avergüenza, nos habla mal… Entonces, es cuestión de analizar cómo nos tratamos a nosotros respecto de como lo haríamos con aquéllos a quienes amamos”, explica la autora de El fin del autoodio.
Todos esos son indicios de que padecemos autoodio. Una vez que somos conscientes de ello, se trata de detectar patrones que hacen que uno se dañe a sí mismo, y realizar un minucioso y apasionante trabajo cotidiano para ir poniéndoles fin. Algunas formas para evaluar cómo nos comportamos con nosotros es analizar la actitud corporal, el léxico, el tono de voz, los pensamientos y el repertorio emocional que presentamos al pensar y hablar de nosotros mismos.
Cómo ponerle un freno al autoodio
Una vez que se detecta que padecemos autoodio, lo primordial es la práctica de la autoobservación en la vida cotidiana (la filosofía oriental, de la que la autora abreva desde hace más de 30 años, brinda excelentes herramientas).
La especialista destaca, tomando un pensamiento del Budismo Zen, que hay cuatro fases del “darse cuenta”:
- Primera fase: “Ser inconscientemente torpes”. Es cuando nos dejamos llevar por nuestros automatismos, sin el menor margen de libertad, con frecuencia haciéndonos daño a nosotros mismos o a otros pero sin ser conscientes de ello.
- Segunda fase: “Ser conscientemente torpes”. En esta etapa. nos damos cuenta de los mecanismos en los que estamos atrapados, aunque aún no sepamos sentirnos y pensar de forma diferente. Por eso es dolorosa e incómoda y requiere de mucha valentía para no evadirse y afrontar lo que pasa.
- Tercera fase: “Ser conscientemente hábiles”. Se produce cuando empezamos a implementar nuevos modos de ser, pensar y actuar. Comenzamos a ponernos límites lúcidos: ya no estamos presos de los viejos mecanismos, pero aún nos tenemos que esforzar para mantenernos en el camino del autoamor.
- Cuarta fase: “Volverse inconscientemente hábiles”. Gracias al sostenimiento de la práctica, esta nueva forma de vivir y de ser está integrada en la psiquis, sin tener que sostenerla con esfuerzo alguno: se vuelve natural, porque ya es parte de nosotros.
Adiós autoestima, hola Maitri
En todo este proceso, lo que hay que trabajar es el autoamor. Éste no debe ser entendido como la autoestima, que es el término occidental, sino un concepto oriental llamado “Maitri”, que se traduce como una mirada bondadosa y amistad incondicional hacia quien uno es. No se trata solo de una definición conceptual, sino de una práctica.
En español, el amor propio se identifica como orgullo, arrogancia o egocentrismo. Por eso, para este punto, es más adecuada la palabra “autoamor”, y es ése el sentimiento que oficia de antídoto respecto del autoodio.
“Cuando una persona empieza a encontrar su propia dignidad, ya no va a tolerar el maltrato ajeno o propio, va a saber poner límites y ponérselo a esa voz interna que critica despiadadamente. En la sociedad, no se menciona el autoodio, y en cambio se ensalza una palabra que es digna de todo descrédito que es la autoestima”, considera Gawel.
La especialista señala que la estima es la más pobre de las vinculaciones del afecto. “Si yo tengo que tener algo más para valorarme, quererme y amarme mejor, para ‘levantar mi autoestima’ es porque estoy en un mal vínculo. Entonces, nos han vendido esa palabra como que fuera mejor tener autoestima alta que tenerla baja siendo que… ¡es mala en ambos casos, porque la palabra en sí está equivocada! Si mi pareja me dice que ‘me estima’, es un vínculo que a mí no me sirve, porque lo que uno necesita es que lo amen. Y, sin embargo, la palabra ‘autoestima’ está naturalizada como algo bueno en muchos idiomas. Desde allí, el sistema nos maneja, porque si siento mi autoestima baja, me vende con qué ‘levantarla’… pero siempre estaré lejos del real autoafecto”, analiza.
Tratarnos mal es un conjunto de costumbres que están tejidas como hábitos en nuestro cerebro. Son conexiones neuronales que, cuánto más se repiten, más se fortalecen. Por eso, es clave, mediante prácticas específicas (que Gawel expone en su libro), “retejer” esas conexiones, tal como lo señalan las Neurociencias Contemplativas. Los patrones cerebrales del maltrato se “recablean” hacia patrones de autocuidado profundo.
Cada uno desarrolla sus propias herramientas para llegar a ese punto, lo importante es dar el primer paso y avanzar en un trabajo continuo.