Entre las cuestiones que nos deja el mes de marzo que finaliza está el regreso a la presencialidad en las escuelas. Un tema tan discutido, un regreso tan ansiado, que bajo la aplicación de los protocolos correspondientes no ha provocado un nivel de contagios que nos haga pensar que era necesario interrumpirla durante todo un año.
Pero 2020 terminó y también en este sentido dejó muchas enseñanzas. Sin mencionar la desigualdad en el acceso a la conectividad y hasta en el acceso mismo al material de estudio. Lo cierto es que han entrado en juego en la vida de los alumnos y los docentes los aspectos emocionales, por los que muchos siguen reclamando incluso la presencialidad total para garantizar la contención de los niños.
Ya nadie discute el efecto del aislamiento en los más pequeños y la necesidad de resocializar con sus pares. Pero seguramente lo que más preocupa hoy a docentes y directivos, además de la aplicación de los protocolos, es qué enseñar y cómo hacerlo en este contexto.
La educación emocional, pareciera por definición ser una de las respuestas más adecuadas.
Se refiere a la capacidad de los individuos para reconocer sus propias emociones y las de los demás, discriminar entre diferentes sentimientos y etiquetarlos apropiadamente, utilizar información emocional para guiar el pensamiento y la conducta, y administrar o ajustar las emociones para adaptarse al ambiente o conseguir objetivos.
Las herramientas que propone la educación emocional comenzaron a aplicarse hace unos cuantos años y dieron buenas respuestas dentro del marco de la “normalidad”. Pareciera ser el camino para que entre todos los integrantes de la comunidad educativa encuentren respuestas a esta nueva forma de vida donde nos relacionamos de maneras distintas, compartimos espacios de forma diferente y tenemos que afrontar nuevos desafíos todos los días.
Tal vez una de las cosas positivas que podamos obtener de toda esta crisis, esforzándonos por encontrar algo bueno, sea dimensionar lo que la escuela significa para los niños y sus familias. Y en ese reconocimiento, entender que no se puede seguir un estereotipo de alumno común a todos los casos, en cualquier ciudad de cualquier provincia del país, porque para decirlo de en términos vulgares, “la pandemia no le pegó igual a todo el mundo”.
Y ahí es donde entra a tallar ese aspecto de la educación que se ocupa de lo que le ocurre a cada individuo, sus emociones, sus sentimientos, que muchas veces son los que los diferencias a unos de otros, de la mano de la teoría de las inteligencias múltiples.
Este es un buen momento para que la escuela como institución, una vez más sea la protagonista en la vida de los niños y les devuelva la capacidad de motivarse, de perseverar en el empeño a pesar de las frustraciones, de controlar los impulsos, de regular sus propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera en su vida y les permita recuperar la capacidad de empatizar y confiar en los demás.
Es cierto, esto sólo puede lograrse si del otro lado está la familia sosteniendo y apoyando el trabajo escolar.
Ese es el desafío, a través de nuevas herramientas, sacarle provecho al momento crítico y en el caso de la educación atender las individualidades para obtener el resultado común.