Transitamos un momento en el que se trata de lograr un equilibrio entre el dictado de clases semi presenciales y el control del avance del virus. Y no es la primera vez que ocurre. Repasando la historia podemos conocer como se manejó un tema tan esencial como es la educación de niños y jóvenes en tiempos de pandemia.
Esta pandemia de Covid-19 tiene características muy particulares, especialmente por lo prolongada, por las nuevas olas de contagios y por como esos contagios avanzan en todo el globo.
En nuestro país, después de un año completo de educación virtual, ahora estamos en medio de idas y venidas respecto de esa semi presencialidad lograda al comienzo del ciclo lectivo y no es por otra cosa que la gran cantidad de contagios y las estrategias para reducir la movilidad social. Es sabido y está claro que la escuela de por si no elevó el registro de propagación del Covid, es un ámbito seguro donde se respetan todos los protocolos y tanto docentes como alumnos están muy atentos al cumplimiento de las medidas como al aislamiento de posibles casos.
Pero llevar niños a las escuelas moviliza a padres, que viajan en transporte público o en medios privados, se amontonan en filas en la puerta de los establecimientos y muchas veces no entienden el sentido de las burbujas y la necesidad de que fuera de la escuela, los integrantes de cada burbuja no se mezclen para que la estrategia funcione.
En ese contexto es que surge la discusión sobre si es necesario sostener la presencialidad o no en este momento.
Como ayuda para pensar esta situación y tomar postura, nos podemos remitir a lo que pasó durante otras pandemias, como las de poliomielitis o tuberculosis por ejemplo. Aclarando que en aquellos años no existía la facilidad de comunicación que más- menos hay hoy entre docentes y alumnos.
Cerrar las escuelas a principios del siglo XX no era lo mismo que hacerlo hoy. En Estados Unidos, muchos estados empezaban a imponer la escolarización obligatoria hasta los doce años, y la educación pública se había convertido en un vertiginoso ascensor social en plena explosión de la clase media.
En aquellos años, los ciudadanos, igual que nosotros hoy, entendían que no tenían que conformarse con el cierre escolar, el confinamiento o las cuarentenas.
A principios del siglo XX, cada vez eran más las familias a las que les preocupaba que sus hijos se perdieran el curso por culpa de un estallido infeccioso. La pandemia de gripe de 1918 es una prueba de ello, aunque el desastre obligase a suspender las clases en la mayoría de las grandes ciudades occidentales y asiáticas y muchas de ellas gestionaran torpemente la tragedia.
También hubo administraciones excepcionales que se destacaron por su habilidad. Nueva York, por ejemplo, mantuvo abiertas las escuelas públicas y fue un éxito, a pesar de que una parte de la población estadounidense, al principio, reclamaban que no hiciera como otras ciudades.
El protocolo de Nueva York también impuso medidas extra de protección (pañuelos de bolsillo para la boca y variantes de mascarillas) para que las toses o estornudos no actuasen como vías de contagio, y a los niños no les dejaban agolparse por las mañanas antes de clase en el patio ni entretenerse por el camino de vuelta a casa, ni tampoco permanecer en sus viviendas enfermos si estas no cumplían unos requisitos mínimos según el ayuntamiento (algo común, porque el 75% de las familias vivía departamentos insalubres). En ese último caso, las enfermeras los llevaban al hospital.
Durante 1937, una grave epidemia de poliomielitis azotó a los Estados Unidos. En ese momento, este virus contagioso no tenía cura (la vacuna fue desarrollada en 1955), y lisió o paralizó a algunos de los infectados. En todo el país se cerraron los parques infantiles y las piscinas, y se prohibió a los niños acudir a los cines y otros espacios públicos. En Chicago se registró un récord de 109 casos en agosto, lo que llevó a la Junta de Salud (Board of Health) a posponer el inicio de las clases durante tres semanas.
Este retraso desencadenó el primer experimento a gran escala de “escuela radiofónica” a través de un innovador programa: unos 315.000 niños de 3º a 8º curso continuaron su educación en casa, recibiendo lecciones por la radio.
En Chicago, los profesores colaboraron con los directores para crear lecciones radiofónicas para cada curso, con la supervisión de expertos en cada materia. Siete emisoras de radio locales donaron tiempo de emisión. El 13 de septiembre fue el primer día de clase.
Las noticias que informaban sobre este novedoso enfoque de las escuelas radiofónicas eran en su mayoría positivas, pero algunos artículos aludían a los desafíos. Algunos niños se distraían o tenían dificultades para seguir las lecciones. No había forma de hacer preguntas en el momento, y los niños necesitaban más participación de los padres de lo habitual.
La enseñanza por radio terminó oficialmente a finales de septiembre, cuando se reabrieron las escuelas. Aunque el programa duró menos de tres semanas, transformó el papel de la radio local en la educación de Chicago.
Es muy difícil traspolar aquellas experiencia a este presente con mucha más tecnología y posiblemente más desigualdad en el acceso a la misma. Pero no deja de ser interesante poder remitirnos al pasado para observar que la continuidad de la educación presencial durante otras pandemias también estuvo en discusión y se debió agudizar el ingenio para sortear esa dificultad.
Texto escrito en base a datos históricos publicados en un artículo del número 630 de la revista especializada “Historia y Vida”.