Los Bellini ya llevan cinco generaciones de campaneros. Todo comenzó en San Carlos Centro en el año 1892, con la llegada de Juan Bautista. Hoy la producción es mínima, pero la tradición sigue viva.
En la ciudad de San Carlos Centro, a 45 km de Santa Fe, funciona desde hace 129 años la fábrica de campanas Bellini, que hoy es la única en su tipo en el país, y en Sudamérica. Allí, la quinta generación de la familia las produce con una técnica antiquísima. Todo comenzó en 1892 cuando Juan Bautista Bellini, bisabuelo de Miguel –quien en la actualidad está al frente de la firma junto con sus hijos Nicolás, Gonzalo y Leonardo–, llegó desde el Piamonte hasta esa localidad que formaba parte de un área conocida como “las Colonias”. En un momento en que Argentina era el “granero del mundo”, este inmigrante italiano que poseía conocimientos de ingeniería y mecánica, montó un taller para arreglar las maquinarias que utilizaban los agricultores y construir los repuestos, que en ese momento eran difíciles de conseguir y, sobre todo, de trasladar.
El templo de San Carlos estaba en ese entonces en una de sus etapas constructivas y necesitaba una campana. De modo que los encargados de esa tarea decidieron contratar a un campanero de origen italiano de apellido Sdrigotti. Era un artesano errante que conocía el oficio y recorría el país para llevar sus servicios a quien lo demandase.
El primer intento que realizó para fundir la campana falló y ahí apareció en escena Bellini, quien por su trabajo poseía un horno con las características necesarias para la faena. De modo que se asociaron, el campanero errante le enseñó el oficio a Bellini, fabricaron algunas campanas juntos y luego siguió su camino. “He visto trabajos firmados por él en distintos lugares del país”, dice Miguel.
El proceso de producción
Para realizar sus productos, los Bellini utilizan aún un método milenario que se conoce como moldeo a la cera perdida. La fabricación dura meses y consta de varios pasos. Se fabrica primero el molde, cuyas capas se cubren con cera y ceniza, para que no se pegue al desmoldar. La matriz se quema con carbón de leña en un horno hecho con ladrillos. Como el molde no es muy fuerte, necesita ser contenido para evitar que la presión del metal lo quiebre. Por ello se coloca en una fosa de tierra con la boca hacia arriba. Luego se le vuelca el metal caliente en el espacio hueco y se lo deja enfriar. Ese paso dura pocos segundos, pero es definitivo. Luego, el molde se desentierra, y se rompen su capa exterior e interior, se pule la campana y se le aplican inscripciones, si así lo desea el cliente, que suelen ser iglesias o parroquias. Las buenas campanas son mayormente de cobre –en un 80%– , y el resto de estaño.
Sonidos para todo el país
A lo largo de sus casi 130 años de vida, la fábrica de campanas Bellini llegó con sus productos a buena parte del país. “Hay que pensar que en ese momento el tren llegaba a todas partes y el correo funcionaba con estándares ingleses. Los clientes compraban las campanas por telegrama o inclusive por carta. Recuerdo, cuando era chico, ir a cargar a la estación campanas para ser llevadas a distintos lugares de la Argentina. El mismo ferrocarril se encargaba de distribuirlas”, evoca Miguel. Inclusive, en tiempos en que el padre de Miguel, Luis Bellini, estaba al frente de la empresa, llegaron a hacer pie en el exterior. Hay una campana que se instaló en el barrio montevideano de Punta Carretas, en Uruguay. “Pero siempre fue muy complicado para una pequeña empresa vender al exterior, sobre todo para nosotros que vendemos un producto con una duración de muchísimos años para un cliente que te va a comprar, probablemente, una sola vez”, explicó Miguel.
La más grande
En su momento de esplendor, esta fábrica que todavía hoy se erige como uno de los motivos de orgullo de los sancarlinos, estuvo en condiciones de fabricar entre 40 y 50 campanas al año, cifra que disminuyó muchísimo en el siglo XXI. A pesar de que hubo momentos muy precisos, como la llegada del tercer milenio, cuando la demanda se incrementó ostensiblemente, no fueron fenómenos con continuidad en el tiempo. La paradoja central es que, al desarrollar productos de tanta durabilidad, la demanda escasea mientras no se construyan nuevos campanarios. Es por eso que los Bellini se diversificaron hace varias décadas y hoy concentran sus esfuerzos en la agricultura.
La campana más grande que salió de la fábrica sancarlina llegó a pesar 1.800 kilos y data de principios de la década de 1990, cuando el establecimiento se aprestaba a celebrar su primer centenario de vida. “San Carlos tenía una campana de 1.250 kilos y las de ese tamaño eran, en general, las más grandes que se llegaron a fundir. Podrían haberse hecho algunas más grandes, pero ese era el tamaño estándar. Esa campana de 1800 kilos fue a parar a la provincia de Buenos Aires, está en la zona de San Justo”, relató Miguel.
De Evita a San Juan Pablo II
Decenas de anécdotas jalonan la historia de la fábrica, pero Miguel recuerda algunas muy puntuales. Por ejemplo, el día en que, tras el fallecimiento de Evita, el gobierno de Juan Domingo Perón les encargó una campana de 5.000 kilos. “Mi papá no se animó a hacerla, porque el horno no tenía tanta capacidad”. De modo que finalmente fabricaron una de 1.200 kilos. “Fue la única vez que se presentó esa oportunidad”, cuenta el actual dueño de la firma.
Otro personaje histórico que aparece en esta historia es San Juan Pablo II. Cuando el pontífice llegó a la ciudad de Paraná, en el año 1987, tuvo la oportunidad de escuchar el sonido de una de las campanas sancarlinas, que actualmente se encuentra instalada en la catedral de esa ciudad entrerriana.
Una práctica viva
Pese a los vaivenes económicos, sociales y culturales, los campaneros Bellini se empeñan todavía en mantener viva una tradición que tiene miles de años y nunca se perderá mientras haya una comunidad dispuesta a encontrar en el repiquetear un punto de referencia. “Actualmente hacemos campanas a pedido, porque hay pocos compradores firmes. Además, ha disminuido mucho el tamaño de las campanas que se encargan. Antes las campanas de 500, 700 o hasta 1.000 kilos eran frecuentes. Hoy apenas te preguntan por campanas de 20 o 50 kilos. En 2021, fundimos una sola vez”.
Podría decirse que los integrantes de esta familia sancarlina son, desde su labor artesanal transmitida de generación en generación, una especie de mediadores entre Dios y los feligreses si se considera que el sonido de las campanas, para los cristianos, equivale a la voz divina. “La campana, para los cristianos y fundamentalmente para los católicos, tiene el sentido simbólico de ser la voz de Dios convocando a los fieles, mientras que otras religiones utilizan la trompeta y el corno o directamente la voz”, explica Miguel Bellini. Badajos, carillones y polleras no tienen secretos para él.