Me llamo Kevin y soy adicto a mi celular.
Y si te pareces algo a mí —las estadísticas sugieren que probablemente sí, por lo menos en lo que respecta a los teléfonos— tú también tienes un problema.
No me encanta referirme a lo que padecemos como una adicción. Eso parece ser demasiado estéril y clínico para describir lo que les está pasando a nuestros cerebros en la era del celular. A diferencia del alcohol o los opioides, los móviles no son una sustancia adictiva, más bien tienen un impacto ambiental en toda nuestra especie. Quizá algún día desarrollemos la estructura biológica adecuada para vivir en armonía con las supercomputadoras portátiles que satisfacen todas nuestras necesidades y nos conectan con una cantidad infinita de estímulos. Sin embargo, eso aún no ha sucedido para la mayoría de nosotros.
He sido un usuario intensivo y feliz de los teléfonos portátiles durante toda mi vida adulta. No obstante, en 2018 crucé la línea invisible hacia el territorio problemático. Mis síntomas eran los típicos: me volví incapaz de leer libros, ver películas completas o tener conversaciones ininterrumpidas. Las redes sociales me enojaban y me ponían ansioso, pero incluso los espacios digitales que alguna vez me parecieron relajantes (los mensajes de texto en grupo, los pódcasts, los videos de YouTube) no me estaban ayudando. Intenté varios trucos para frenar mi uso, como borrar Twitter cada fin de semana, activar la escala de grises en mi pantalla e instalar bloqueadores de aplicaciones. Pero siempre recaía.
A finales de diciembre, decidí que ya era suficiente. Llamé a Catherine Price, periodista de ciencia y autora de How to Break Up With Your Phone: una guía de treinta días para eliminar las malas costumbres relacionadas con el celular. Le rogué que me ayudara.
Afortunadamente, aceptó ser mi asesora durante enero y me guió por cada paso de su plan. Juntos, construiríamos una relación saludable con mi móvil e intentaríamos liberar a mi cerebro.
Confieso que hacer un programa de rehabilitación para el celular se siente como un cliché, como empezar a usar cristales sanadores o evangelizar sobre clases de spinning. El bienestar digital ya es una industria en ciernes, con muchos gurús de autoayuda que ofrecen curas milagrosas para la adicción a las pantallas. Algunas de esas soluciones involucran usar nuevos dispositivos como el Light Phone, un aparato con funciones muy limitadas que tiene como propósito desenganchar a los usuarios de las aplicaciones que les quitan el tiempo. También puedes comprar paquetes de “desintoxicación digital” por 299 dólares en algunos hoteles de lujo o unirte al movimiento “sabático digital”, cuyos seguidores se comprometen a pasar un día a la semana sin usar ningún tipo de tecnología.
Afortunadamente, el plan de Catherine es más práctico. Soy columnista de tecnología y, aunque no recrimino a nadie por intentar formas más extremas de desconexión, mi trabajo no me permite desconectarme por completo.
El programa de Catherine se enfoca en abordar las causas de la adicción al teléfono, entre ellas los detonantes emocionales que provocan que levantes tu celular en primer lugar. El punto no es desconectarte del internet ni de las redes sociales; aún tienes permitido usar Facebook, Twitter y otras plataformas (en una computadora de escritorio o personal) y no hay límite específico de tiempo. Se trata de desenganchar tu cerebro de las rutinas nocivas que ha adoptado en torno a este dispositivo en específico y acostumbrarlo a cosas mejores.
Cuando comenzamos, le envié las estadísticas del tiempo que paso frente a la pantalla de mi móvil, las cuales mostraban que había pasado cinco horas con 37 minutos en mi celular ese día y que lo había revisado ciento una veces, aproximadamente el doble que el estadounidense promedio.
“Eso, francamente, es demente y hace que quiera morir”, le escribí.
“Admitiré que esos números son un poco aterradores”, respondió.
Catherine me animó a imponerme límites de velocidad mentales para que me viera obligado a pensar por un segundo antes de interactuar con mi celular. Puse una banda elástica en el dispositivo para volverlo más táctil, por ejemplo, y cambié la pantalla de bloqueo para ver una imagen con tres preguntas que debía hacerme cada vez que tomaba mi celular: “¿Para qué? ¿Por qué ahora? ¿Qué más hay?”.
Si quería reparar mi cerebro, debía dominar la práctica de no hacer nada. Así que, durante mi recorrido matutino hasta la oficina, miré los edificios que me rodeaban: aprecié detalles arquitectónicos que nunca había notado antes. Al tomar el metro mantuve mi celular en el bolsillo y observé a la gente; miré a un hombre muy bien vestido con un sombrero amarillo, a unos adolescentes que se reían y a un niño que llevaba zapatos con velcro. Cuando a un amigo se le hizo tarde para almorzar conmigo, me quedé quieto en la silla y miré al exterior por la ventana en vez de revisar Twitter.
Es una sensación inquietante el estar solo con tus ideas en el año 2019. Catherine me había advertido que podría sentir un malestar existencial cuando no me estaba distrayendo con mi celular. También dijo que poner más atención a mi entorno me haría darme cuenta de cuánta gente usaba sus celulares para lidiar con el aburrimiento y la ansiedad.
“Cuando estás en un elevador y ves a tu alrededor a los zombis que revisan sus celulares, no puedes dejar de notarlo”, comentó.
A continuación, le di a mi celular el tratamiento de Marie Kondo. Revisé todas mis aplicaciones: conservé las que me causaban alegría y contribuían a mis costumbres saludables y me deshice de las que no lo hacían.
Para mí, eso implicaba borrar Twitter, Facebook y todas las demás aplicaciones de redes sociales, junto con las de noticias y juegos. Conservé los servicios de mensajería como WhatsApp y Signal, así como las funciones que no me distraían constantemente, entre ellas las aplicaciones de cocina y de navegación. En mi pantalla de inicio dejé solo las aplicaciones esenciales: el calendario, el correo electrónico y el gestor de contraseñas. Además, desactivé todas notificaciones excepto las de llamadas y mensajes solo de ciertos contactos, una lista que incluía a mi editor, mi esposa y algunos amigos cercanos.
También es importante tener un buen lugar para dejar el dispositivo; algunos estudios indican que la gente se siente mejor si no está en la misma habitación donde deja cargando el celular. Catherine lo deja en un clóset, aunque a mí me recomendó usar una caja fuerte miniatura.
Busqué actividades que podrían remplazar mis costumbres relacionadas con el celular. Por la recomendación de mi colega Farhad Manjoo, me inscribí a clases de alfarería. Resultó que la alfarería es un sustituto perfecto para los celulares. Es desafiante manualmente y exige concentración durante un sinfín de horas. También te ensucia las manos, lo cual es un buen disuasorio para no juguetear con dispositivos electrónicos costosos.
Después de una clase de alfarería, le mencioné a mi esposa cómo iba hasta el momento. Le dije que, aunque se sentía bien desconectarse, me preocupaba que estuviera perdiéndome de algo importante; me gustaba vivir en medio de la descarga constante de noticias que estaba al alcance de mis dedos.
“Me entristece que estés teniendo problemas con esto, porque para mí ha sido genial”, me dijo.
Me explicó que, desde que comenzó mi purga móvil, había estado más presente y atento en casa. Había pasado más tiempo escuchándola y menos tiempo asintiendo distraídamente mientras revisaba mi bandeja de entrada o escribía tuits.
Los psicólogos tienen un término para esto: phubbing o ningufoneo, ignorar a una persona para usar tu celular. Los estudios han mostrado que el ningufoneo excesivo disminuye la satisfacción en la relación y contribuye a sentimientos de depresión y aislamiento.
Cuando le mencioné a Catherine que me preocupaba no cumplir bien con mis tareas laborales si no veía al momento ciertas noticias, ella me recomendó concentrarme más en lo bien que me sentía por ver menos la pantalla que en lo tarde que quizá haya llegado a eventos como el divorcio de Jeff Bezos.
El siguiente paso de la desintoxicación fue despegarme de cualquier dispositivo por 48 horas. Decidí ir a una cabaña y aunque tuve algunas complicaciones —la falta de Google Maps, por ejemplo— cuando terminó el fin de semana de leer, ver las estrellas y hacer crucigramas me sentí agradecido con el sentimiento de relativo ocio. Con las condiciones apropiadas, pasar un fin de semana entero sin un celular a tu disposición es increíble y realmente te lo recomiendo.
Ahora, permítanme presumir un poco: a lo largo de treinta días, mi tiempo promedio de uso diario del celular, según lo midió el monitor integrado en el sistema operativo del iPhone, ha disminuido de casi cinco horas a tan solo algo más de una hora. Ahora solo veo mi celular alrededor de veinte veces al día, en comparación con las más de cien veces de antes. Aún uso mi celular para ver correos electrónicos y enviar mensajes de texto —y aún uso mucho mi computadora personal— pero no me dan ganas de ver mis redes sociales, y a menudo paso horas sin echarle un vistazo a mi pantalla.
En una de nuestras conversaciones, le pregunté a Catherine si le preocupaba que recayera. Ella dijo que era posible, dadas las propiedades adictivas de los celulares y la probabilidad de que sigan volviéndose más esenciales. Sin embargo, dijo que, mientras siguiera estando consciente de la relación con mi teléfono y continuara dándome cuenta de cuándo y cómo lo usaba, habría adoptado una costumbre valiosa.
“Tu vida es lo que debe acaparar tu atención”, comentó. “Si quieres jugar videojuegos o revisar Twitter, esa es tu decisión. Pero debe ser una elección consciente”.
Uno de los beneficios más inesperados de este programa es que con este alejamiento emocional de mi celular, he comenzado a apreciarlo de nuevo. Siempre pienso: aquí mismo, en mi bolsillo, hay un dispositivo que puede pedir comida, autos y traer millones de otros productos de consumo hasta mi puerta. Puedo hablar con todas las personas que conozco, crear y almacenar un registro fotográfico de toda mi vida y aprovechar todo el conocimiento humano con tan solo tocar la pantalla algunas veces.
Steve Jobs no estaba exagerando cuando describió al iPhone como un objeto mágico y es realmente impresionante que, en cuestión de algunos años, hayamos logrado convertir esas herramientas, que son casi como talismanes, en monsergas que nos producen estrés. Es como si los científicos hubieran inventado una píldora que nos da la habilidad de volar, solo para después descubrir que también nos causa demencia.
Sin embargo, hay una solución. No me he hecho una resonancia magnética ni una evaluación psiquiátrica, pero apostaría a que algo fundamental ha cambiado en mi cerebro en el transcurso de mi desintoxicación. Hace algunas semanas, el mundo en mi celular parecía más atractivo que el mundo real: más colorido, más veloz y con un alcance más grande en cuanto a las recompensas.
Aún me encanta ese mundo y quizá siempre será así. Pero ahora el mundo físico me emociona también: el que tiene un espacio para el aburrimiento, las manos quietas y los momentos para reflexionar. Ya no siento vibraciones fantasma en mi bolsillo ni sueño con que reviso mis respuestas de Twitter. Veo a la gente a los ojos y escucho a las personas cuando me hablan. Subo al elevador sin distraerme con algo en las manos. Y, cuando me quedo absorto por mi celular, me doy cuenta y lo corrijo.
No es una recuperación completa y tendré que mantenerme alerta. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, estoy empezando a sentirme como un ser humano de nuevo.
* Copyright: 2019 The New York Times News Service