Los “tres días de paz y música” convocaron a medio millón de fanáticos.
Hoy se cumplen 50 años del histórico festival de Woodstock y todavía se escucha el lamento de Michael Lang, uno de los organizadores de ese mítico encuentro en la granja de Bethel. “Nos entristece que una serie de contratiempos inesperados haya hecho imposible poner en marcha el festival que imaginamos, con los artistas que esperábamos y la respuesta social que merecía”, anunció en un escueto comunicado que precisamente tenía como fin informar que no se haría el festival por el aniversario, titulado Woodstock 50.
Las razones que el viejo Lang adujo fueron varias. Por un lado, el lugar. Caído el autódromo Watkins Glen, hubo que mudar la intención al Merriweather Pavilion de Maryland, cuya capacidad (32 mil personas), no llegaba ni al diez por ciento de la que había convocado la ceremonia iniciática del ’69. Encadenado a ello, y a problemas legales y financieros entre los organizadores, se sumó la deserción de figuras clave como Joan Baez, John Fogerty y Carlos Santana, tres de las glorias del primer Woodstock, y estrellas actuales como Jay-Z y The Raconteurs. La música se apagó antes de sonar, entonces.
No alcanzó con que otros históricos (David Crosby, Country Joe McDonald y John B Sebastian) se quedaran. Ni con que Robert Plant, cuya banda Led Zeppelin había desistido del Woodstock original por considerarlo -a priori, claro- un festival “poco trascendente”, esta vez hubiera aceptado el convite. No alcanzó el número redondo de un aniversario que suele conllevar un peso mágico tentador. Ya no habrá otros “tres días de paz y música”.
Tampoco la lucha por la ecología y el control de armas propulsado por los organizadores como excusa social y cultural. Menos aún las espontaneidades fingidas o la militancia por resucitar un espíritu. Una impronta irremediablemente irrepetible. “No debieras volver jamás a nada”, escribió alguna vez el poeta malagueño Felix Grande y quizá, pese al derrotero de coacheo berreta que se apoderó de tal frase, hubiese servido para frenar a tiempo las vanas ilusiones de Lang.
El mundo de hoy tiene nada y poco que ver con aquel. Esa de los hippies fue una de las tierras prometidas que nunca llegó, como lo que Gustavo Santaolalla deschavaba en “Ando rodando”, o lo que percibió antes que nadie John Lennon con su famoso latiguillo “el sueño terminó”. Son más, tienen más peso, más contundencia -con algunas excepciones como el feminismo o el ecologismo de la era- las rupturas que las continuidades entre un contexto y otro.
Hoy ya no hay bandas de rock que puedan hacer alucinar a casi medio millón de personas con temas impresionantes como “Volunteers” o “White Rabbit” un domingo a las 8 de la mañana (Jefferson Airplane); o garantizar un increíble crepúsculo de sábado a caballo de gemas como “Going Up the Country” y el infinitamente coreado “Woodstock Boogie” (Canned Heat). Y así con Grateful Dead, con The Who, con el desgarro conmovedor y lunático de Janis Joplin de “Summertime” y “Piece my Heart”. Con ese velocísimo guitarrista llamado Alvin Lee, líder de Ten Year After. Con esa Joan Baez embarazada, que brilló con “Sweet Sir Galahad”. Con Crosby, Still, Nash & Young (recién incorporado), y uno de las canciones más bucólicas y bellas del festival: “Guinnevere”. Con ese Jimi Hendrix, cuya viola de Dios se rebeló, entre la lluvia, contra el napalm. O con ese onírico Ravi Shankar (o Shankar el bueno) que rebeló al mundo los misterios del sitar.
Se podrá decir que se pudo. Que hubo otros Woodstock después de Woodstock. Lo que no se podrá decir, siguiendo al poeta Félix, es que se fue feliz igual. No pareció en el primero (1979, en el Madison Square Garden), que pasó sin pena ni gloria. Aún no estaba instalado el negocio de los recuerdos y, de lo musical, quedó una juntada nostálgica que reunió a viejos amigos (Country Joe and The Fish, Canned Heat y Paul Butterfield, entre más). Tampoco diez años después, cuando, ya con el rock en épocas de plan canje y un eclipse lunar entremedio, se intentó una rémora “espontánea” sin demasiado atractivo más que el de activar la memoria de viejos hippies.
Aunque haya levantado más espuma, el del ’94 (25º aniversario, granja de Winston en Saugerties, de Nueva York), no le fue en saga a los anteriores. Eso sí, las presencias de Joe Cocker -otra leyenda-; C,S & N (sin Young), Country Joe, The Band y Bob Dylan -el gran ausente del Woodstock genuino-, entremezclados con Red Hot Chili Peppers y Nine Inch Nails, le otorgaron mayor trascendencia mediática. En tanto, el de 1999 -tal vez el último de la historia- en el que imperó una dinámica festivalera “profesional”, no pudo evitar ciertas trompadas entre asistentes y una mixtura generacional que incluyó a James Brown, Korn, Ice Cube, Metallica, Willie Nelson y Megadeth más algunos sobrevivientes del original, caso John Entwistle. En suma: ninguno de estos festivales pasó a la historia.
Será por eso que hay que devolverle los placeres de ese pasado, a ese pasado. Y dejar de insistir, tal como insinúa el poeta Félix antes de que su pluma se convierta en carne de coacheo: “Donde fuiste feliz alguna vez/ no debieras volver jamás/ el tiempo habrá hecho sus destrozos/ levantando su muro fronterizo/ contra el que la ilusión chocará estupefacta”. Baron Wolman, el fotógrafo que retrató el festival como nadie, dijo lo mismo, pero de una manera más concreta y contundente: “En Woodstock nació y murió el movimiento hippie”.