Fue un distinto de la pantalla chica. La definición “con estilo propio” que se aplica en tantos casos, muchas veces sin mayor rigor, con Johnny Allon era una certeza: su manera de conducir no encontraba otro parecido en la televisión. Pero hubo mucho más que eso: era también músico, cantante y empresario del entretenimiento, dueño de varios boliches (llegó a tener siete). Y murió este domingo 22 de octubre, a los 82 años. Meses atrás -toda una paradoja del destino- había anunciado su regreso a la tevé.
Antonio Juan Sánchez -tal su verdadero nombre- nació en Buenos Aires el 14 de febrero de 1941. Hijo de un peluquero y una mama de casa, creció en Villa Lugano con los caprichos del hijo único consentido, hasta que a los 11 años nació su hermano. A lo largo de su pareja, declaró solo dos parejas estables a lo largo de su vida. Con Adela tuvo un hijo, Gustavo; al separarse conoció a Silvia, con quien fue padre de Julián.
Amante del rock (escuchaba Bill Halley y Elvis Presley) y admirador de Glenn Miller, cuando era adolescente empezó a cantar sus canciones en inglés, por fonética, o como el propio Johnny lo reconoció, haciendo “una sanata…”. En el secundario formó un grupo con sus amigos, hasta que llegaron a la televisión. Después vendría su lanzamiento como cantante solista, amparándose en su gran carisma.
Gran amigo de Sandro y Carlos Menem, a lo largo de su carrera estuvo al frente de esos ciclos que todos vimos al menos una vez, como Johnny Allon Show, Siempre Sábado y Johnny Allon Presenta (con el que llegó a Miami), entre otros. Excéntrico y hasta bizarro, registró frases que pueden escucharse en cualquier conversación cotidiana, como “dale power”. Todo comenzó en el Canal 2 de La Plata, en el ciclo Lluvia de estrellas, allá por 1968: Allon fue a cantar, pero como ese día el conductor no pudo estar, le propusieron -a falta de otra opción- que lo animara él. Y no defraudó. Quizás la televisión no lo esperaba. Ni falta que hacía: él se creó su propio espacio. “Siempre estuve en canales chiquitos -se lamentaba-, pero me copiaban los grandes”, se plantaba.
En su papel de empresario, Johnny llegó a producir shows de grandes referentes del rock nacional, como León Gieco, Soda Stereo y Los Ratones Paranoicos, entre muchos otros; todos ellos tocaron en sus boliches. Pero, consciente de que “a la gente hay que darle lo que quiere la gente”, en cierto momento comenzó a prestarle atención a otro ritmo al percibir su enorme potencial, si bien quizás no se adecuaba a su paladar musical. De esta manera terminó convirtiéndose en “el inventor de la bailanta”, según su propia definición. Pionero, fue; es indudable. Por caso, Gilda cantó en una de sus discos cuando recién comenzaba.
Solo la pandemia -que tanto le costó sortear, aburrido como estaba en su casa- pudo interrumpir su paso por la televisión. Se había volcado al humor: “La gente tiene que reír”, destacaba sobre su ciclo. Y si bien a su esposa ya no le parecía apropiado que buscara continuar con un ritmo tan vertiginoso en el umbral de los 80 años, Allon hacía caso omiso. Decía, a quien quisiera escucharlo, que quedarse en el sillón de su living significaba “esperar la muerte”. Y más: “Yo le voy a dar hasta que me muera, porque amo lo que hago”, advertía, pícaro y con una sonrisa. La misma que mostraba al señalar a la cámara antes de exclamar: “¡Caaaaaambiame la música!”.
Con su larga melena platinada, los gestos ampulosos, la ropa extravagante y brillante, con toda su energía, con sus devotos y sus detractores (”los envidiosos”, como los llamaba), Johnny Allon partió a los 82. Y ya no habrá ninguno igual.